Baja Verapaz

La pobreza del campo guatemalteco al desnudo

Rodrigo López Mejía, al que el trabajo en el campo le ha dejado huellas imborrables, es la fría expresión de la cruda realidad que miles de campesinos viven como jornaleros en Guatemala, por falta de acceso a la educación.

Un campesino de San Jorge, Zacapa, trabaja la tierra para poder obtener recursos y alimentar a su familia. (Foto HemerotecaPL)

Un campesino de San Jorge, Zacapa, trabaja la tierra para poder obtener recursos y alimentar a su familia. (Foto HemerotecaPL)

Con una mirada perdida y triste, López recuerda que comenzó a trabajar a los 10 años en fincas cafetaleras, de caña de azúcar o de algodón en la costa sur de Guatemala para “no morir de hambre” en su tierra natal de San Miguel Ixtahuacán, San Marcos.

De 74 años de edad, este campesino, al que el uso del machete o el azadón le curtieron sus manos, forma parte de un estudio en el que cuatro indígenas guatemaltecos narran su vida, transcurrida entre cultivos y labranzas.

Con el lema “Historias de vida laboral, trabajadores agrícolas temporales”, la Asociación de Investigación y Estudios Sociales (ASIES) quiere llamar a la reflexión y sensibilizar a la sociedad sobre la pobreza que se vive en el campo.

“Se sufría para llegar, los pies se lastimaban porque no era como ahora que se usan zapatos. A veces los tamales de masa se llenaban de moho, pero con hambre nos los comíamos”, relata López, a quien le sangraban los pies después de caminar hasta cinco días seguidos por la ausencia de transporte.

Martín Estrada Calán, originario de San Martín Jilotepeque y de 70 años, comenta que el contrato para ir a las fincas lo sellaba con los contratistas o con los propios administradores de las haciendas, a veces por escrito otras de palabra.

El contratista era quien firmaba porque ganaba por cada cuadrillero que reclutaba y no le importaba si era niño o adulto, si estaba o no en edad de trabajar. Todos eran mano de obra barata.

América Velasco, una de las autoras de este análisis, asegura que los relatos de Estrada “tocan las fibras más íntimas” al recordar que iba descalzo y solo con un costal al hombro en el que llevaba una mudada de manta que le elaboraba su madre.

Las jornadas de trabajo eran de casi 12 horas diarias. Dormían en el suelo y en una galera en la que se acomodaban más de 50 jornaleros. Algunos se enfermaban porque dejaban sus tierras frías para caer al intenso calor de la costa sur. Para aliviar su sed, bebían agua de los charcos.

Los salarios eran paupérrimos. Treinta centavos de quetzales (unos 4 centavos de dólar al cambio actual) por jornal, aunque López llegó a devengar 35 quetzales (4,6 dólares) en el 2000. Todo un lujo.

El coordinador del estudio, Julio Taracena, explica que el trabajo se hizo con un enfoque cualitativo con el fin de “desnudar la pobreza que existe en el campo”.

“Los testimonios de los cuatro campesinos son y van a tejer la historia de Guatemala” y “vienen a reconstruir este pasado de pobreza”, subraya.

De los 16 millones de habitantes que se calcula que hay en Guatemala, el 52 por ciento vive bajo la línea de la pobreza.
La percepción de miseria en el campo persiste en comunidades como Jocotán, Chiquimula, en donde nació Carlos González, de 74 años, 52 de los cuales dejó marcados con chorros de sudor en las fincas agrícolas.

Cuando se retiró en el 2009 ya había aprendido la artesanía. Elabora canastos de carrizo, unos cinco diarios, pero no todos los vende.

Los campesinos guatemaltecos habían aprendido a cultivar maíz, eje de su dieta, pero por falta de tierras no podían sembrar para la subsistencia en aquella época, por lo que migraban a las fincas cafeteras y de caña de azúcar en la costa sur.

Tomás Turquiz Quino, el más joven de los cuatro (65 años) que forman parte de estas historias, que bien representan las condiciones de unos 400 mil jornales, ha logrado sobresalir.

Para ganar más dinero tenía que cortar entre 10 y 12 toneladas diarias de caña de azúcar.

“Yo quería ser el campeón”, rememora, y comenta que su patrón le enseñó a leer y a escribir y también matemáticas. Su afán de aprendizaje le llevó primero a ser el caporal de la finca donde trabajaba, hasta acabar de mayordomo.

Después de trabajar 50 años en las fincas se retiró y llegó a ser concejal del municipio de Joyabaj, en las tierras cálidas de Quiché, donde hoy, después de ser también policía municipal, es el responsable de cuidar el balneario Los Chorros, en su localidad.

Pero más de medio siglo después de esta cruda realidad que relatan los cuatro campesinos, la pobreza sigue estando allí. Ellos son los elegidos para dar voz a los que nadie quiere escuchar.

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