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“A Lucy de mi alma”

Comparten el mismo panteón, sus tumbas están contrapuestas, como si estuvieran enfrentadas, como José Vicente Aparicio Peña y su esposa Lucila Barrios debieron estarlo aquella tarde del 5 de agosto de 1924.

panteón de la familia Aparicio, en donde reposan los restos del matrimonio Aparicio Barrios.

panteón de la familia Aparicio, en donde reposan los restos del matrimonio Aparicio Barrios.

“Es una historia dolorosa; a grandes rasgos voy a referirla. El 18 de enero de 1918, don José Vicente Aparicio Peña contrajo matrimonio con doña Lucila Barrios, formando un hogar feliz hasta hace pocos meses antes del 5 de agosto del año próximo pasado (1924)”, así comienza la defensa del asesino —según el expediente judicial de enero de 1925— el relato de lo sucedido.

Lucila era, a sus 25 años, la madre de cuatro niños: Olga de Jesús, Graciela del Carmen, José Luis y Francisca Lucila, y además la heredera de la finca Los Tarros.


Tres meses antes de su muerte, Lucila había comenzado, según los diarios de la época, el trámite de divorcio.

Cerca de las 15 horas de aquel 5 de agosto, José Vicente vio la puerta abierta de la antañona casa de la octava avenida sur y aprovechó para entrar.

Lucila estaba sola en su alcoba. En la casa se encontraba su madre, y dos sirvientas en el segundo patio, quienes escucharon un altercado, hubo un disparo en seco, luego un silencio y, a continuación, dos disparos más.

Una bala del revólver calibre 38 atravesó el brazo izquierdo y se alojó en la pierna del mismo lado de la víctima, las otras heridas fueron en el cuello y el corazón, publicó el diario Excelsior.

Lucila, ataviada con un vestido de seda negro y zapatillas de charol, quedó tendida sobre la alfombra roja de la habitación, según la crónica del 7 de agosto de 1924 del matutino El Imparcial.

José Vicente salió presuroso del dormitorio y en su huida botó a su suegra, que se asomó al corredor para indagar qué había pasado.

Al escuchar los gritos de auxilio, un policía que se encontraba en la esquina de la calle detuvo al sospechoso y lo condujo a la comisaría.

Los periódicos reportaron que el esposo fue conducido, como parte de las diligencias, al lugar del asesinato.

“Tiene la apariencia de un hombre ebrio, pálida la tez y los ojos enrojecidos. A la vista del tremendo cuadro se le oye gritar ‘¿Qué he hecho yo Dios mío?’ ‘Déjenme besar por última vez a mi mujercita adorada”, consignó uno de los periodistas que presenció el drama.

Epilepsia, culpable

Un año antes de la tragedia, el padre de Lucila, Luciano Barrios —sobrino del presidente Justo Rufino Barrios (1873-1885)—, había muerto.

La defensa descartó que José Vicente hubiera matado a su esposa para heredar sus posesiones. Culpó a la madre de esta de ser la causante de la separación y la acusó de haber influido en ella para que no abandonara la casa paterna y buscaran una vivienda propia.

El expediente judicial hace referencia a dos cartas a las que se les hizo un peritaje, pero de las cuales no se menciona al autor, dirigidas a “Lucy de mi alma” y “A amorcito” .

El motivo real, según Fabián S. Imery, quien actuó como defensor, fue “la crónica epilepsia de efectos súbitos inesperados y funestos” que padeció José Vicente.

¿Inimputable?

El defensor presentó entre sus pruebas de descargo un dictamen del médico Carlos Federico Mora —en su honor se llamó así al Hospital Nacional de Salud Mental—.

Mora evaluó al detenido como alguien de “carácter violento e irritable”.

“No es tan dueño de refrenar sus pasiones como un individuo bien equilibrado; y le falta algo de ese poder de autoconducción que nos permite ajustarnos a nuestros actos a la moral del medio ambiente”, aseguró el facultativo.

De la opinión médica se valió el abogado Ymery para intentar que su cliente fuera declarado inocente.

Imery esgrimió un cuadro de amnesia a causa de la epilepsia, razón por la cual José Vicente no pudo explicar por qué atacó a Lucila, con quien se había reconciliado y planeaban hacer un viaje.

El defensor invocó el delito de infracción voluntaria contenido en el Código Penal, que en esa época estipulaba que no incurría en responsabilidad criminal “el loco o demente a no ser que haya obrado en un intervalo lúcido”, “o el que obra impulsado por una violencia física o moral, irresistible e insuperable”. “Locura sería condenar a un loco”, invocó Imery ante el juez.

Las familias se enfrascaron en una guerra de acusaciones, imprimieron pasquines en los que unos y otros contaban su versión de la historia. José Vicente quedó en libertad.

Según el criminólogo Ricardo Mendoza, existe otra versión: José Vicente hizo una apuesta, puso en juego a su esposa; antes de que ella se enterara se dirigió a su casa y le disparó.

José Vicente sobrevivió 16 años a Lucila. Murió en 1940. Ambos fueron enterrados en el mismo panteón, a escasos metros uno del otro.

El poeta alemán Herman Hesse, considerado “el autor de la crisis”, alguna vez escribió: “Yacemos luego junto a los que nos precedieron. Sabios al fin y llenos de la fría claridad. Y, con huesos blancos, crujir hacemos la verdad. Y alguno mentiría, otros preferirían vivir una vez más”.

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