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La extraña plaga de la danza que cobró miles de vidas en la Europa del siglo XVI

Un día de julio de 1518, en la ciudad de Estrasburgo, una mujer salió a la calle y comenzó a bailar.

Así pintó la manía de la danza Pieter Brueghel el joven (1564-1638) a partir de dibujos de su padre.

Así pintó la manía de la danza Pieter Brueghel el joven (1564-1638) a partir de dibujos de su padre.

Varios días más tarde seguía bailando. En una semana, unas 100 personas habían sido consumidas por el mismo impulso irresistible de bailar.

Las autoridades estaban convencidas de que los afligidos solo se recuperarían si seguían bailando día y noche, así que los separaron y los llevaron a salones de baile, contrataron músicos que tocaran flautas y tambores para mantenerlos en movimiento, y pagaron bailarines profesionales para mantenerlos en pie.

En cuestión de días, aquellos con corazones débiles comenzaron a morir.

A fines de agosto de 1518, alrededor de 400 personas habían experimentado la locura. Finalmente fueron cargados en vagones y llevados a un santuario de curación.

No fue sino hasta principios de septiembre que la epidemia empezó a desaparecer.

Ese no fue el primer brote de baile compulsivo en Europa.

De hecho, hubo hasta diez epidemias de danzas antes de 1518, una de ellas, en 1374, abarcó muchas de las ciudades de la Bélgica actual, el noreste de Francia y Luxemburgo.

El caso de 1518 simplemente está mejor documentado que sus predecesores y por una variedad más rica de fuentes.

Aunque no fue el primero, seguramente fue el último en ocurrir en Europa.

¿Cómo explicar este extraño fenómeno?

Una idea popular ha sido que los bailarines habían ingerido cornezuelo o ergot (Claviceps purpurea), un hongo psicotrópico que crece en tallos de centeno.

Pero eso es muy poco probable. El ergotismo puede desencadenar delirios y espasmos, pero también corta el suministro de sangre a las extremidades, lo que dificulta el movimiento coordinado.

También se ha pensado que los bailarines eran miembros de un culto herético.

Eso también es improbable porque los contemporáneos estaban seguros de que los afligidos no querían bailar y los propios bailarines, cuando podían, expresaban su miseria y necesidad de ayuda. Además, esas personas nunca fueron tratadas como herejes.

El otro contendiente principal es que esto fue un estallido de histeria colectiva.

Eso es mucho más plausible, especialmente porque en 1518 los pobres de Estrasburgo estaban experimentando hambre, enfermedades y desesperación espiritual en una escala desconocida por generaciones.

Pero en sí misma esta teoría no explica por qué la gente bailó en su miseria.

Estado de trance

Mi explicación es que los bailarines estaban en trance. De lo contrario, no habrían podido bailar durante tanto tiempo.

Sabemos que es más probable que el estado de trance ocurra en personas que sufren una angustia psicológica extrema y que creen en la posibilidad de posesión espiritual. Todas estas condiciones se cumplieron en Estrasburgo en 1518.

Los pobres de la ciudad sufrían de hambrunas y enfermedades severas. Y, lo que es más importante, también sabemos que creían en un santo llamado San Vito que tenía el poder de controlar sus mentes e infligir un baile terrible y compulsivo.

La anticipación de esa maldición sumada a la alta vulnerabilidad de las personas aumentó la probabilidad de que entraran en el estado de trance. Y una vez en él, representaron el papel del maldito: bailando salvajemente durante días a la vez.

Así que la epidemia, sostengo, fue el resultado de la desesperación y el temor piadoso.

Santo remedio

La plaga del baile se extinguió porque las creencias sobrenaturales que la alimentaban desaparecieron gradualmente.

A corto plazo, ciudades como Estrasburgo ya no eran susceptibles porque se convirtieron en protestantes durante la Reforma y rechazaban el culto al santo del que dependía la plaga.

A la larga, el ferviente sobrenaturalismo del mundo medieval tuvo que dar paso al surgimiento de la ciencia y la racionalidad modernas.

La locura danzarina fue efectivamente aniquilada.

Aun así, medio milenio después todavía sirve como un recordatorio de la inefable extrañeza del cerebro humano.

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