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Memorias de un maestro de los años 1980

Un saludo respetuoso en el Día del Maestro, un profesional olvidado y subestimado pero necesario en cada comunidad.

Escuela Cayetano Francos y Monroy, en 1956, en Guatemala. (Foto: Hemeroteca Pl)

Escuela Cayetano Francos y Monroy, en 1956, en Guatemala. (Foto: Hemeroteca Pl)

Saludos, maestros, me llamo Pedro, Pablo, María, Ana, José, Israel… como ustedes quieran que se llame un maestro rural o simplemente “un maestro de aldea”.

Me gradué en 1982, luego de haber vencido en casa los prejuicios de que como maestro “me moriría de hambre, y que Magisterio era una carrera para mujeres”. Nada más falso.

Fueron tres años de estudio de la carrera de Maestro de Educación Primaria Urbana, en un colegio capitalino, en medio del conflicto armado interno de cuyas noticias poco llegaban a la ciudad.

Cuando estudié, los libros y maestros de Pedagogía y Didáctica me pintaron una escuela ideal, con pupitres, pizarra y todo el material didáctico que necesitara, con aulas ideales, ventiladas y grupos ideales de alumnos (no más de 25, por favor).

Mis maestros nunca me pintaron la dura realidad del área rural, donde finalmente ejercí el magisterio durante seis años en una escuela unitaria, donde fui nombrado “Director con grados”, y donde comprendí el valor de un lápiz, un cuaderno y una barra de yeso. No me arrepiento de haber sido maestro y menos de haberme dejado burilar por los niños rurales.

Tarea difícil

Al graduarme, mi padre me dijo con ironía: “Bueno… ahora lo difícil es conseguir chamba”.

Y en realidad fue difícil, porque la situación política, agravada por el golpe de Estado de Efraín Ríos Montt en 1982, complicó hasta conseguir una plaza.

Además, corrían rumores de que para conseguir trabajo era obligatorio cambiarse de religión. Así que Guatemala empezó 1983 con el pie izquierdo.

Confieso que esperaba conseguir una plaza con “un poco de cuello”, pero no fue así.

Para complicar la situación, Ríos Montt implementó una farsa llamada “examen de oposición”, que consistía en una examen kilométrico con un determinado punteo.

De ese triste examen solo recuerdo una pregunta acerca del Día Mundial de la Alimentación. Un día antes de la prueba, el viento llevó hasta mis pies un cartel que promocionaba justamente esa efeméride. ¿Casualidad?, no sé.

Recuerdo que éramos cientos de maestros los que nos evaluamos en la Escuela Normal Central para Varones. Para entonces, sus instalaciones estaban recién estrenadas, porque el terremoto de 1976 derrumbó el edificio antiguo.

Esa mañana de principios de 1983 recordé en “La Normal” a maestros como Juan José Arévalo, el espejo de muchas generaciones de maestros.

Seleccionados

Los del primer grupo de oposición, cuyas notas eran arriba de… no recuerdo, salieron beneficiados con plaza fija (en el renglón 011).

Salí beneficiado en el segundo grupo, como a mediados de junio, pero con un contrato.

¿Cuándo se había visto eso en la historia del Magisterio? ¡Nunca!, aunque años más tarde el Ministerio de Educación adoptaría ese mecanismo para no contratar maestros en forma fija.

Fui nombrado a una aldea de un municipio de Guatemala, a 18 km de la cabecera municipal. ¿Cómo me las arreglé durante seis años para viajar? Eso es otro asunto que no vale la pena contar.

Gente de valor

La paga era diferente a la de un maestro presupuestado, pero quizás eso no fue el meollo del asunto durante los siete meses del contrato. Lo gracioso es que a los maestros por contrato nos pagaban en una unidad desaparecida de Educación llamada “Socioeducativo Rural” (algo así como la decana de la educación rural en el país).

Ahí conocí gente valiosa, maestros que habían laborado durante mucho tiempo en el área rural y que conocían las penurias y alegrías de los docentes “de la montaña”.

Recuerdo que para enero de 1984, la entonces ministra de Educación, María Luisa Beltranena de Padilla, envió telegramas indicando que los maestros por contrato íbamos a ser presupuestados en el renglón 011.

Para la década de 1980 todavía prevalecía una división marcada entre muchos maestros “urbanos” y “rurales”.

Viví en carne propia tal desmedro, pero eso no fue obstáculo para ejercer, porque educar es hacer crecer el alma, dondequiera que uno esté.

Nunca como antes valoré el ejercitarme y caminar hasta 10 km diarios. También aprendí que “al que madruga, Dios lo ayuda”.

Huelgas y vivencias

Viví la promoción de los alumnos por decreto, en 1985, durante el régimen de facto de Óscar Humberto Mejía Víctores, quien vio en ese mecanismo absurdo una forma de vengarse del Magisterio, por las protestas de ese año.

También fui testigo de las manifestaciones contra Vinicio Cerezo en 1989.

Cerezo había contado con el voto de los maestros para llegar al poder, pero luego les dio la espalda cuando le pidieron que hiciera justicia salarial.

En ese entonces, la Policía Antimotines era “palabra mayor” para reprimir manifestaciones. Un cuerpo de hombres bien armados con garrotes y perros…

Junto a miles de maestros de todo el país, también vi cara a cara a estos hombres -y algunas mujeres- que acorralaban a los inconformes. Salir a manifestar era una mezcla de atrevimiento, reto y morbo, porque uno sabía que en alguna esquina lo esperaban “los antimotines”.

También para entonces el Magisterio estaba totalmente desacreditado y los pseudolíderes magisteriales “vendieron” el movimiento.

¿Y qué decir de las interminables jornadas de Belén de junio y julio de 1989?

Recuerdo, también, que entonces muchos maestros afrontaban penurias económicas, porque el Estado no pagó los meses de holganza.

Concentraciones de maestros iban y venían… y ese año también hubo una caminata de maestros de Las Verapaces con todo y familias que llegaron hasta la capital… solo para recibir el mismo trato que los concentrados en Belén.

Al fracasar el movimiento, en el cual se entremezclaron sindicatos y líderes de otros gremios, no había más salida que regresar a las escuelas, que habían permanecido cerradas aun en contra de la voluntad de los pocos maestros que deseaban laborar.

Como se rompe una pompa de jabón, así desapareció para siempre la figura señera y respetuosa del Magisterio Nacional.

A finales de julio de 1989, Cerezo amenazó con despedir a miles de empleados que se habían sumado a las peticiones de los maestros. Los supervisores educativos, entonces, no tuvieron más remedio que amenazar con levantar actas a quienes no quisieran retornar a sus establecimientos.

De la noche a la mañana, todos regresamos, aunque muchos compañeros fueron rechazados en sus comunidades.

¿Y los líderes magisteriales de entonces? simplemente se hicieron humo.

En 1990, dejé el área rural.

Hoy, tres décadas después de todo lo narrado, veo cómo los maestros todavía luchan por un salario digno, y también cómo en sus filas medran algunos aprovechados que lucran con esa necesidad.

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