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Mineros colombianos siguen buscando oro en zona del derrumbe, pese al miedo

Con barro y agua hasta la cintura, mineros artesanales colombianos siguen buscando oro en cráteres aledaños a la veta ilegal que colapsó en el oeste de Colombia esta semana dejando 3 muertos y 13 desaparecidos, pese al miedo que instaló el accidente.

BOGOTÁ.- “Es terrible trabajar cuando hay luto, pero si uno no trabaja, no come”, dijo Juan Valencia, con respecto a los muertos que dejó el alud del miércoles último en la noche, en el municipio de Santander de Quilichao, departamento del Cauca (oeste), unos 504 kilómetros al sur de Bogotá.

En un socavón de más de 30 metros de alto y 50 de diámetro, con un precipicio casi vertical, decenas de ‘barequeros’ como él (mineros artesanales que lavan el oro) buscan pepitas del metal, pese al miedo que generó la reciente tragedia.

“Por suerte hice unas ‘chispitas'”, relató este trabajador informal de 31 años con rasgos indígenas.

“A lo que más temo es que un día me tape el agua”, añadió el minero proveniente del Departamento de Nariño (sur), a unos 300 kilómetros del enclave aurífero.

Estos trabajadores buscan oro a unos cientos de metros de las 15 excavadoras que intentan sacar de la tierra a los 7 hombres y seis mujeres que quedaron sepultados bajo 3 millones de metros cúbicos de lodo.

Según datos oficiales en Colombia, donde la minería con licencias aporta un 2.3% del PIB, hasta un 80% de las minas son ilegales, no pagan impuestos y no ofrecen seguridad a los trabajadores ni se someten a leyes ambientales.

Muchas de ellas están controladas por bandas ilegales y grupos armados, en un país que vive desde hace 50 años un conflicto interno.

– “Uno peligra por necesidad” –

Según las autoridades, lo más probable es que no haya sobrevivientes. Sin embargo, cientos de familiares y mineros esperan el rescate de sus compañeros.

Algunos curiosos han caminado desde pueblos vecinos para ver el triste espectáculo.

Desde temprano, vendedores ambulantes de comida, bebidas y de billetes de lotería se apostaron en la loma donde la familias esperan noticias, envueltos en un olor a basura quemada y restos de alimentos.

El valle en el que está situada la mina, entre la Cordillera Central y Occidental parece que hubiera sido bombardeado.

Excepto un sendero, solo hay barro, piedras y profundos cráteres llenos de agua turbia: vestigios de las vetas abandonadas.

Valencia reconoce que muchas veces “el daño” lo hacen los mismos trabajadores formando cuevas al borde del socavón.

Ocho mujeres macizas, de más de 1,80 metros y con barro hasta las rodillas, se cubren del sol con la batea con la que trabajan y visten ropas de colores vistosos, incluso a veces faldas.

Su piel negra lustrosa está cubierta por una capa gris de barro seco. Cruzan un río para llegar a un socavón, a través de un precario y elevado puente colgante. A unos kilómetros, se acaba de caer otro puente.

“Nosotras somos desplazadas. Tenemos años de experiencia como mineras, pero en Zaragoza (noroeste)”, dijo a la AFP Griselda Grueso, quien aprendió de su madre el oficio de barequera hace más de 30 años.

“Acabamos de llegar desde el Puerto de Buenaventura (en el Pacífico colombiano) pero apenas hemos podido trabajar porque el día que llegamos fue el accidente”, añadió esta mujer de 51 años.

“Aquí uno se tiene que parar fuerte como un hombre. Se te cortan las manos, se te caen las uñas, pero tiene cosas buenas como trabajar independiente”, explica Ana Sinisterra, de 49 años.

– Arriesgado camino cargando el oro –

Los pocos mineros que trabajan después del accidente peregrinan hasta la casa del comerciante de oro de la zona, situada a unos 100 metros de la entrada de la mina.

Afuera, un cartel dice “Parqueadero de Motos. Gaseosas y cigarros”. Durante el día acuden además socorristas que compran bebidas y policías que participan en el rescate piden usar el baño.

En un rincón, el dueño pesa el oro. Primero funde en un cucharon de lata los terruños y cuando el oro mana y se separa del hierro y del lodo, lo aparta con un fino pincel y un imán.

Los primeros mineros que llegan logran vender a 62.000 pesos (30 dólares) el gramo. Algunos se quejan de que antes del accidente podían vender a 65.000 pesos e intentan infructuosamente negociar.

“El precio lo pone la fundidora en Bogotá. Todos los días me mandan un mensaje a las 8H00 y otro a las 10H00. El fin de semana mantengo el precio del viernes, pero desde el accidente, ha bajado”, dice el comerciante que prefiere no ser identificado por miedo a las bandas que actúan en la zona.

Cuando cae la noche, se encierra y por una pequeña ventana atiende a quienes siguen tocando a la puerta. En el campamento se corrió la voz de que el metal va a seguir bajando.

Al final de la jornada, ha comprado casi cien gramos oro, cerca de 3.000 dólares, de los cuales gana el 10%, cuando emprenda el difícil camino hacia la capital colombiana. “Ya no arriesgo la vida en la mina, pero igual la arriesgo acarreando el oro”, dijo.

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