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El pueblo de Canadá en el que más de 100 jóvenes han intentado suicidarse en menos de un año

No es fácil acceder a Attawapiskat. A generaciones de políticos canadienses nunca se les ocurrió visitarlo.

Durante el último año han ocurrido diversos hechos siniestros en Attawapiskat.

Durante el último año han ocurrido diversos hechos siniestros en Attawapiskat.

Sin embargo, este destartalado asentamiento aborigen, situado al sur de la Bahía de Hudson, fue noticia en el último año por siniestras razones.

En octubre pasado, una niña de 13 años, Sheridan Hookimaw, se ahorcó en el vertedero de basura de este pueblo de 2.000 habitantes.

Desde entonces, más de 100 residentes de Attawapiskat, la mayoría de ellos adolescentes, han intentado suicidarse.

La tía de Sheridan, Jackie Hookimaw, una profesora nativa del grupo indígena Cree de Attawapiskat, se ofreció a mostrarme su pueblo.

Comenzamos atravesando un sendero de tierra, pasando por cabañas de madera rodeadas de tipis (tiendas cónicas indígenas).

Un muchacho está cargando contenedores en un cuatriciclo afuera de un cobertizo.

“Esa es la planta de tratamiento de agua”, me cuenta Jackie.

“Es el único lugar donde podemos conseguir agua potable. La que sale del grifo es tan tóxica que ni siquiera nos duchamos con ella, ni mucho menos la bebemos”.

“Acá tenemos de todo, desde erupciones hasta cánceres”, asegura.

El camino nos lleva hasta un recinto deportivo. Hay un gimnasio improvisado con mancuernas, un par de máquinas de pesas y un aire cargado de sudor rancio.

Conozco a Skylar Hookimaw, de 19 años, quien frunce el ceño mientras trabaja su bíceps.

Sheridan era su hermana pequeña.

“Todavía parece que fuera mentira (la muerte de Sheridan), que nunca hubiera sucedido. Pero ocurrió”, se lamenta.

Se forma un pesado silencio.

“¿Por qué sucede tan a menudo?”, pregunto.

“Problemas familiares, acoso escolar, drogas, alcohol”, dice Skylar.

“Los niños se sienten abandonados; como si su vida no importara”, sostiene el joven.

En abril, 11 muchachos trataron de quitarse la vida en un solo fin de semana.

El día previo a mi llegada, una joven se cortó las muñecas y tuvo que ser trasladada en helicóptero al hospital.

La semana anterior, un chico “en riesgo” trató de ahorcarse.

Jackie me lleva en canoa por el río Attawapiskat.

Su gente ha pescado aquí y cazado gansos y caribúes (renos propios de Canadá y de América del Norte) durante generaciones.

Cuatro niñas juegan en el río, nadando, salpicándose agua y riendo a carcajadas.

“Aunque no lo parezca, esas niñas están sufriendo”, dice Jackie, al tiempo que agita su mano para saludarlas.

“Nuestros jóvenes están perdidos. No se sienten valorados. Se sienten desconectados de su cultura y necesitan ayuda”, me confiesa.

La ayuda, dice Justin Trudeau, el joven primer ministro de Canadá, está en camino.

Trudeau prometió un nuevo punto de partida en la relación de Canadá con sus 1,4 millones de ciudadanos aborígenes.

Garantizó más dinero para sus comunidades y un nuevo enfoque en educación y salud mental en Naciones Originarias de Canadá, como Attawapiskat.

También puso en marcha una investigación sobre otra situación macabra de los indígenas en la Canadá moderna: los sorprendentes desproporcionados niveles de violencia hacia las mujeres de sus comunidades.


En los últimos 30 años, más de 4.000 mujeres indígenas han desaparecido o han sido asesinadas.

Muchas de ellas pasaron inadvertidas cuando llegaron a las ciudades canadienses.

La policía, los tribunales y los servicios sociales tienen un vergonzoso historial de fracasos a la hora de proteger, investigar, procesar y, en definitiva, preocuparse por el asunto.

En la próspera Calgary, una ciudad occidental enriquecida por el ganado y el aceite, me uní a una vigilia en la lluvia por la muerte del la joven de 25 años Joey English.

Su cuerpo desmembrado fue hallado en un parque de la ciudadel pasado mes de junio.

Un par de docenas de amigos acompañaron a Stephanie y Patsy, la madre y abuela de Joey, en los cantos y música de tambores en su memoria.

“Es como cuando te cortas y no puedes controlar el flujo de la sangre. Así es como me siento”, dice Stephanie.

Cuando habla la abuela de Joey, aflora su rabia.

“¡Estoy tan enojada con el sistema de justicia… tan cansada de esto! Nuestras familias, nuestros hermanas, necesitan ayuda”, dice Pasty.

A unos metros de este pequeño grupo de dolientes, las calles de Calgary se llenan de juerguistas para la Estampida anual, un festival impregnado de sombreros y botas vaqueras para celebrar los tiempos del Viejo Oeste de Canadá, cuando los vaqueros se asentaron en una tierra “mayoritariamente vacía”.

Solo que esa tierra no estaba vacía.

Era la tierra de los pies negros, los Kainai, los Cree y muchas otras tribus.

“Nos enseñaron a guardar silencio”, dice Sandra Manyfeathers, cuya hermana, Jacky Crazybull, fue asesinada durante la Estampida de Calgary hace nueve años.

“Pero estamos diciendo: 'No nos van a patear, no nos van a someter. De ninguna manera vamos a seguir guardando silencio”, concluye.

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