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Frontera Estados Unidos – México: cómo se vive en Tijuana, la ciudad donde empezó el muro y hasta el océano está dividido

Si cabe la expresión, quizá no exista ciudad más fronteriza que Tijuana. Un lugar donde se respira eso... frontera.

La valla que separa Tijuana de Estados Unidos ha marcado la vida, la identidad y el destino de millones. AFP

La valla que separa Tijuana de Estados Unidos ha marcado la vida, la identidad y el destino de millones. AFP

No hay otro lugar en los tres mil kilómetros que separan México de Estados Unidos con una relación tan íntima y tan intrincada con la valla que divide ambos países, una ciudad que hasta tiene el océano Pacífico partido por barras de metal.

Fue aquí donde el gobierno de Estados Unidos empezó a levantar la primera barrera casi tres décadas atrás. Desde entonces ha marcado la vida, la identidad y el destino de millones.

Para Alonso Delgadillo, el Norteño, también ha sido el catalizador de un arte de protesta que tiene como lienzo el propio muro.
“Es un espacio bueno”, explica, “porque es como ver al enemigo y decirle algo que no nos gusta, expresarnos y verlo a la cara, sin reconocer el rostro pero vemos todo lo que no podemos tener las personas que estamos de este lado”.

Este grafitero que lleva 25 años en la ciudad habla con BBC Mundo mientras realiza una obra contra una gastada pared que separa dos países. Es la imagen de una mujer acogiendo a una golondrina, ambas atrapadas por alambre de púas.

Busca plasmar ese contraste entre la naturaleza migratoria del ave, y sus alas sujetadas, su aprisionamiento, pero también algo más personal para este artista de 33 años que fue padre hace tres meses.

“Veo a mi esposa cargando a nuestro hijo, ella trabaja en San Diego y yo en Tijuana, y yo soy parte de esa prisión fronteriza que puedo reconocer desde mi imaginación. En el día a día vivo una especie de prisión, estamos separados, y la criatura, nuestro hijo, es como esa golondrina, él va y viene, él no tiene un lugar ahorita. Su lugar es la frontera, no es ni Tijuana ni San Diego”.

La frontera comunica y parte vidas cada día. Casi 180 mil personas la atraviesan a diario en Tijuana, el principal cruce fronterizo en el hemisferio occidental.

“No estamos ni del lado de Estados Unidos ni del lado de México”, dice Delgadillo con aire confundido y un dejo de resignación, “no nos reconocen en ninguno de los dos lugares. Nos reconocemos como una cultura fronteriza pero a pesar de que tenemos muchas libertades y muchas oportunidades vivimos en una especie de encierro aquí en este rinconcito del mundo”.

Olmeca es un cantante de hip-hop, residente en Estados Unidos pero de origen mexicano y con familiares a ambos lados de un muro que ha influido en su música, un arte para desvanecer fronteras.

“Nadie cruza el desierto porque quiere. Es una necesidad…un sacrificio por la familia. No los llames ilegales, llámalos refugiados económicos”, canta en Pieces of me (Partes de mi) este licenciado en filosofía y profesor en la Universidad de Nevada, Las Vegas.

Sus letras reflejan lo que fue crecer cruzando fronteras, madurar comprendiendo restricciones, ser de origen latino en EE. UU. y sabiendo que sus familiares por atravesar el límite pueden ser arrestados. La diferencia entre tener papeles y no.

Se estima que 11 millones de inmigrantes indocumentados viven en Estados Unidos y el endurecimiento de la política migratoria desde que Donald Trump llegó al poder tiene a Olmeca temiendo que su familia sea separada. Una reciente cita de un familiar ante una oficina del gobierno fue motivo de preocupación.

“Había mucha tensión, muchas discusiones en casa, mucha incertidumbre sobre si realmente iba a ir o no por el miedo. Hay un miedo muy real de que le puede pasar algo a nuestra familia en cualquier momento”, explica.

Es probable que si su familiar es deportado sea enviado a Tijuana, el lugar donde más repatriados son enviados. Cada día de los últimos 10 años a esta ciudad llegaron en promedio 275 mexicanos deportados. Un millón en total.

“Era discriminado por no hablar español correctamente”

Muchos de los retornados se enfrentan a una cruel paradoja. Se sienten extranjeros en su país de nacimiento. Devueltos a una tierra que casi no conocen, obligados a hablar un idioma que ya olvidaron.

Christian Ramírez nació en Colima, en el Pacífico mexicano, pero se crió en el norte de California donde a los 11 años se vio involucrado en un incidente armado que lo llevó a prisión.

Detenido, se involucró en pandillas y en la venta de drogas, y finalmente tuvo que elegir entre quedarse tras las rejas en el país que considera su hogar o ser libre en su país de nacimiento. Cinco años atrás volvió a México. El retorno no ha sido fácil.

Ramírez lleva en su cuerpo las cicatrices de su pasado, en sus palabras, de “aspirante a pandillero”. Tatuajes en sus nudillos, brazos, pecho, cuello, nuca, cabeza. Marcas de pertenencia a una pandilla que le ocasionaron problemas para conseguir trabajo.
Uno de los pocos sitios que emplean a deportados como él son los call centres. Se calcula que 10 mil personas en Tijuana trabajan en decenas de estos centros.

Pasa el día hablando con clientes en Estados Unidos, en un lugar donde sus tatuajes no le ocasionan inconvenientes y donde su mal español no es un problema pese a que en Tijuana sintió que era “discriminado por no poder hablarlo correctamente”.

“Pasé la mayor parte de mi vida preso, siempre teniendo que pensar en inglés, teniendo que hacer todo en inglés y el español se convirtió en mi segundo idioma. Hay algunas palabras que ni puedo pronunciar en español así que esa es la principal razón por la que los call centres funcionaron en mi caso”.

Extraña Estados Unidos pero no se plantea volver a su antigua vida aunque la nueva no sea sencilla.

“He sido discriminado por mi imagen. Soy una persona muy respetuosa, pero a veces la gente ni siquiera te da esa oportunidad. Te ven y es… ‘estúpido pandillero, estúpido drogadicto o adicto o deportado o lo que sea’. Quieren etiquetarte, te menosprecian”.

Haitianos en el limbo

Con 1.7 millones de habitantes, Tijuana no sólo es un un lugar acostumbrado a recibir deportados, también es una ciudad donde se suelen acumular los deseos de quienes anhelan cruzar a Estados Unidos.

A apenas cinco kilómetros de la frontera, el Cañón del Alacrán es de esos sitios olvidados de Tijuana donde evangélicos de la Iglesia Embajadores de Jesús abrieron un templo que ahora sirve a la vez de refugio y de limbo. Un lugar donde las expectativas se chocan con la desesperanza.

Doscientos cincuenta haitianos rezan, comen, duermen y viven aquí desde hace meses. Son parte de un grupo de hasta siete mil que desde julio pasado empezaron a llegar y a tener que quedarse varados en Tijuana.

La música aturde mientras tres personas prueban los equipos antes de iniciar un servicio religioso, salta un fusible, el lugar queda a oscuras. La luz vuelve. Dos niñas corren y ríen ajenas a todo, sus madres están en colchones en el piso con la mirada perdida.

La única certeza de todos es que no saben si llegarán a Estados Unidos.

Christopher Faustine dejó su país luego del terremoto del 2010, trabajó pintando autos en Brasil durante años hasta que se quedó sin trabajo y decidió emigrar junto a su mujer y su hija de 2 años. Atravesaron las Américas para quedarse a las puertas del sueño.

Tiene 35 años, dos meses en México y habla en un español casi perfecto, en voz baja, como pidiendo permiso.

“Para mí la esperanza que nos queda es bien poquita. No sé si tal vez va a haber algún cambio con la nueva administración pero si no hay un cambio no vale la pena correr el riesgo de cruzar a Estados Unidos para ser deportado”.

Los haitianos podían ingresar a EE. UU. legalmente por cuestiones humanitarias a raíz del terremoto de hace siete años amparados por el Estatus de Protección Temporal (TPS, en inglés) hasta que Barack Obama dejó sin efecto la medida a mediados del año pasado.

Los haitianos siguieron llegando. Pero debieron cambiar los planes.

“Ojalá México pudiera darnos una oportunidad porque si México decidiera no aceptarnos aquí, entonces va a ser peor. Gracias a Dios me parece que están tratando de legalizarnos. Creo que vamos a quedarnos, buscar un empleo y conseguir mantener a mi familia aquí”.

Faustine y sus compatriotas son el ejemplo más reciente, y probablemente no el último, de un espíritu que define a Tijuana, donde la frontera es límite y a la vez vínculo. Un lugar de aspiraciones, de sueños rotos, de nuevos comienzos.

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