Internacional

Un detective que no quiere que los muertos callen

A cien metros de un elegante cementerio privado en El Salvador, en donde un grupo de ministros y generales asistían a un funeral militar, unos cuantos funcionarios escarban la tierra de una fosa común al lado de un arroyo fétido. 

SAN SALVADOR.- Se trata de una tarea extenuante en una tierra sembrada de cementerios clandestinos. Se trata de la exhumación número 30  para el criminólogo Israel Ticas este año, coordinador del equipo que busca a los muertos de la guerra civil o de la reciente guerra entre pandillas.

Los restos suelen aparecer sin ningún tipo de identificación. Al menos, esta vez, Ticas sabe que se trata de integrantes de la Mara Salvatrucha que fueron secuestrados en una estación de autobús días atrás. En un golpe de suerte, la Policía capturó a tres integrantes de la pandilla rival, Barrio 18, que trataba de escapar por la quebrada donde se encuentran las fosas.

Ticas corre contra el tiempo. La ley le da al Gobierno 72 horas para convertir un caso de desaparición forzada en un homicidio. Sin cadáver no hay proceso y los sospechosos serían puestos en libertad. La tarea no es simple y avanza con lentitud. Los cuerpos han sido decapitados y descuartizados, y el proceso de descomposición del cuerpo, gusanos incluidos, ya había comenzado.

El hedor de los restos humanos carga el ambiente y reina el temor. Un grupo de policías montan guardia por si los pandilleros deciden atacar a los investigadores de la fiscalía a fin de detener la exhumación.

Se escuchan disparos y los presentes se estremecen por un instante, hasta que se percatan que se trata de salvas de honor del funeral militar que se celebra cerca.

Ticas se mete en el agujero y poco a poco remueve minuciosa y lentamente puñados de tierra, con la precisión de un arqueólogo, con el rostro surcado de sudor y atiborrado de mugre. El cielo de octubre amenaza con desplomarse en un aguacero y Ticas pide a sus asistentes que se apuren, pero que no cometan errores. La noche anterior, en medio de la oscuridad, dice, un grupo de funcionarios de la morgue se llevaron un cuerpo decapitado pero olvidaron la cabeza.

“Esto no es sólo una exhumación, es la escena de un crimen”, les recuerda. Todos trabajan para la fiscalía, que necesita un cadáver para investigar un homicidio.

Hay quienes dirán que desenterrar a las víctimas es una tarea inocua en El Salvador, un país pequeño pero que tiene la segunda mayor tasa de homicidios del mundo, detrás de su vecino Honduras, y del que miles de hombres, mujeres y niños huyen cada año.

Ticas, un ingeniero de sistemas que aprendió por su cuenta el oficio de detective forense, está convencido de que su trabajo no sólo es una vocación sino una misión.           

Corpulento aunque de baja estatura, revela menos años de los 51 que tiene. Habla como los pandilleros del barrio pero se asemeja más a un policía vestido de civil. Cuando no está trabajando embutido en su traje de criminalista forense, viste chaqueta de cuero y anteojos oscuros, o traje y corbata con pasador dorado.

Cuando comenzó la guerra civil en la década de 1980, Ticas era un joven detective de inteligencia de la Policía. Por aquel entonces, la derecha, apoyada por los Estados Unidos, se enfrentaba contra la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional.

Hoy, los antiguos guerrilleros están en el poder y Ticas trabaja para el fiscal general como su único criminólogo.         

El forense sabe que su trabajo es arriesgado. Es capaz de identificar los rastros que deja la violación de un grupo de pandilleros en el cuerpo de una niña así como el sadismo de algunos asesinatos como “la piñata”, en el que la víctima es colgada de los pies de un árbol y es asesinada a machetazos.

Considera que todo asesino es un malvado, sea quien sea. Se considera un abogado porque busca justicia para los muertos, sin importar quiénes hayan sido, quién los mató y por qué.

La tozuda realidad muestra que las pandillas son las organizaciones criminales que más homicidios cometen y las que hacen todo tipo de esfuerzos para ocultar sus crímenes.

Ticas estima que en los últimos 12 años ha abierto unas 90 fosas comunes de las que ha extraído más de 700 muertos, de las que el 60% son mujeres o niñas. Esa, seguramente, es una fracción de la cantidad real de fosas clandestinas que hay en el país, y él lo sabe. Pero también sabe que no tiene ni el tiempo ni los recursos para encontrarlas todas.

La cantidad de muertos se ha convertido en un arma arrojadiza en el juego político salvadoreño. En 2012 y 2013, el gobierno de entonces facilitó que las dos principales pandillas forjaran una tregua y poco después aseguró que, en virtud de ella, la cantidad de homicidios disminuyó en 60%.

Pero los críticos del acuerdo, entre los que se cuenta el jefe de Ticas, el fiscal general Luis Martínez, creen que la tregua no fue más que una especie de asociación ilícita entre gobierno y criminales. Dicen que la violencia nunca disminuyó y que los pandilleros escondieron a sus víctimas en cementerios clandestinos.

Ticas insiste en que no quiere participar en el forcejeo político. Se considera más bien un servidor de la ley, que trabaja desde su pequeño despacho convertido en un museo del horror, con calaveras, huesos, y las paredes atiborradas de fotos de cabezas cercenadas y cadáveres que han sufrido todo tipo de torturas.

De su escritorio, Ticas saca una docena de cuadernos, uno por cada año que lleva como criminólogo forense. Están llenos de apuntes. Los abre y muestra fotos, dibujos y anotaciones, de cada fosa común, de cada cadáver que ha desenterrado.

Sus archivos ofrecen un panorama de la magnitud de las matanzas que han asediado a El Salvador. Por eso los conserva celosamente.

Muchas veces interroga a testigos protegidos que le describen los detalles de sus crímenes: “Lo mataron porque sabía demasiado sobre cómo se mueven las pandillas y sobre sus casas de seguridad”, explica sobre uno de los casos. “Una niña de 14 años se quedó embarazada de un pandillero y le hicieron la piñata”, dice otro.

No se sabe a ciencia cierta cuántos desaparecidos hay en El Salvador, pues según la fuente podrían ser 600 o dos mil por año. Algunos de los desaparecidos probablemente emigraron clandestinamente a Estados Unidos, y sin duda hay desapariciones que no se denuncian por temor a las pandillas.  Eso no quiere decir que los familiares dejen de buscarlos. Ticas muestra una caja de metal donde guarda fotos, documentos de identidad y cartas de madres desesperadas que incluso llegan a la puerta de su casa.

“¿Aquí vive Israel Ticas el que busca a los muertos?, le dicen. “Mire, que me desapareció una hija y necesito encontrarla aunque esté muerta”.        

“Y yo me asusto porque me doy cuenta de que todo el mundo conoce mi casa y eso es peligroso”, dice Ticas.

Ticas es un hombre apasionado por su oficio y nunca pierde la oportunidad de enseñar lo que sabe a sus asistentes o a los policías que les protegen. Los pandilleros son expertos en borrar sus huellas, explica, así que hay que ubicar las fosas por los “tatuajes en la tierra”, como ramas quebradas o la tierra batida. Al descomponerse, los cadáveres se hinchan, lo que hace brotar un bulto en la tierra. Pero al desintegrarse pierden masa y la tierra cede y se aplana.

“Fíjense”, les dice, “el color de la tierra cambia cuando hay un enterramiento. Aquí no hay nada”, dice después de observar un lugar al que le ha llevado la Policía.

Empezó su trabajo haciendo retratos robot y maquetas de escenas del crimen. Se formó en técnicas de arqueología forense por su cuenta y en el 2002 convenció al Fiscal General de que le diera una oficina y la autoridad para buscar cementerios clandestinos.

En realidad, es un detective que trata de extraer información de los muertos porque los vivos tienen demasiado miedo y se niegan a hablar. “Tenemos que aprender a observar cómo habla el silencio de los muertos”, explica.

Una de sus técnicas es cavar la tierra de forma paralela a la fosa en lugar de hacerlo desde arriba. Sus asistentes cavan zanjas en forma de L alrededor de cada cadáver, a fin de no alterar las evidencias ni la ubicación de los cuerpos.

Un viernes a comienzos de octubre exhumó un cuerpo que había sido descuartizado: el torso había sido separado de las extremidades y de la cabeza. Determinó que se trataba de un varón adolescente, y una vez terminado el trabajo, se despidió diciendo que “quienes le conocieron en vida todavía podrían reconocerle”.

Luego descubrieron otra cabeza, y quitaron la tierra que traía encima, poco a poco, con un pincel hasta que pudieron ver el ángulo en que se encontraba y cómo cayó separada del cuerpo. La herida probablemente fue hecha con un machete, dijeron. Ticas toma sus apuntes y llena un formulario antes de enviar el cadáver a la morgue.

El trabajo tiene sus repercusiones psicológicas, admite. Habla rápido. Bromea con los esqueletos, y una vez celebró su cumpleaños con un pastel al lado de una fosa. Dice que su sentido del humor es su “escudo cómico” contra la espeluznante realidad que de noche le quita el sueño. Aun así, no le gusta que alguien diga que ese tipo de bromas es una ofensa para los muertos.    “Cuando alguien desentierre mil cuerpos me puede explicar cómo se respeta a los muertos”, dice.

Las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18 fueron creadas por migrantes centroamericanos que viajaron a Estados Unidos y fueron deportados de regreso a sus países, donde desencadenaron una guerra por el control del territorio para la venta de drogas y el cobro de extorsiones. Matan y violan con impunidad.

Utilizan el terror para dominar a la población en general y para controlar a sus propios miembros. Quienes participan en los crímenes se vuelven cómplices leales.

Casi no hay barrio salvadoreño que esté libre de la influencia de las pandillas, y pocos son los salvadoreños que no han sufrido algún tipo de violencia. Ni siquiera Ticas es la excepción.

Hace un par de años, al regresar a su casa en autobús y se bajaba junto a una joven que no conocía, dos hombres armados les asaltaron. A él le encañonaron con dos pistolas calibre 9 mm; a la mujer se la llevaron a un paraje cercano para violarla.

Durante dos horas estuvo preguntándose si la intención del ataque era ella o él, o si se trataba de un asalto. Les dejarían con vida, o morirían allí, pasando a engrosar las filas de los ¿desaparecidos?             -“¿Tenés hijos?”, le preguntó a los asaltantes.   -“¿A ti que te importa?”, le respondieron,    -“Yo tengo dos”, dijo. “Pensá en tu mamá, cómo sufriría si te matasen”.

Quizás fueron esas palabras las que le salvaron la vida, o quizás no tenían ganas de matar a nadie aquel día. Ticas nunca sabrá por qué no terminó en una fosa como la que acaba de encontrar al lado del río Metalpa, en el barrio San Jacinto de la capital San Salvador.

Ese viernes de comienzos de octubre, tras exhumar ese cadáver, salió directo a su oficina a redactar el informe del cementerio clandestino para la fiscalía. Los integrantes del Barrio 18 que presuntamente habían cometido ese asesinato fueron puestos en libertad tras cumplirse el plazo de detención preventiva, solo para ser arrestados de nuevo, esta vez ya por homicidio, gracias a la evidencia, el cuerpo desenterrado por Ticas.

En algunas ocasiones los pandilleros se le acercan a pedirle que continúe con sus excavaciones. “Usted, ingeniero cuando me maten, me saca entero y me entrega a mi mamá”, repite Ticas.