Dos abominables tragedias cotidianas

Desde hace varios años, los choferes de  camionetas salen de sus hogares con el temor de caer víctimas de los delincuentes. Solamente en el 2014, casi un centenar de ellos han muerto a balazos, atacados por bandas cuyos miembros a veces les disparan desde la calle y  en otras ocasiones  abordan los autobuses y desde adentro asaltan a los pasajeros y asesinan a los conductores. En muchas otras oportunidades, a plena luz del día los antisociales se acercan a los buses para recibir bolsas con dinero en efectivo como pago de chantajes y amenazas a la vida.

Las noticias sobre estos crímenes son constantes en los medios de comunicación, que cada vez le  dedican menos espacio a la cobertura de   hechos delincuenciales. En el imaginario nacional no existe una conciencia plena del peligro, con excepción de quienes utilizan el servicio y se saben posibles víctimas de balas perdidas o de asaltos a las unidades de transporte. Desde la perspectiva de los pilotos y sus familias, se explica que en ocasiones hayan decidido interrumpir el servicio como una forma de presión que, de todos modos, no ha tenido efecto porque no se ha  sabido de suficientes juicios que hayan terminado con la condena de quienes han sido capturados en relación con estos viles asesinatos.

Otro tema menos conocido pero igualmente trágico es la dolorosa decisión de algunos ciudadanos, que ante el incremento y la impunidad de la delincuencia y sus chantajes  se han visto en la necesidad de abandonar sus hogares. Ayer, Prensa Libre publicó el dato de que existen 402 casas abandonadas, cuyos dueños tratan infructuosamente de alquilar o   vender pero nadie se interesa en ellas, debido a la implacable acción de los extorsionistas y a la impunidad con    que actúan.

La construcción de una casa es  muchas veces tarea de toda una vida, durante la cual se han ido guardando poco a poco los fondos necesarios para que la familia pueda vivir en algo propio. La decisión de abandonarla de manera forzada es una de las más difíciles que alguien pueda tomar, porque siempre significa un descenso: los chantajes surgen porque la vivienda es mejor que las del vecindario, aparenta haber sido construida  con mejores materiales o tiene un mayor tamaño.

Lo peor de esta situación es la manera como los guatemaltecos nos hemos acostumbrado a esa anormalidad social que convierte  la vida en una pesadilla  cuyos efectos nos alcanzarán a todos, tarde o temprano, y que implica que las autoridades encargadas de la seguridad y de impartir justicia en el país simplemente no  tienen capacidad de  proteger al ciudadano.

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