La verdadera Alma de mi Tierra

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En todo caso, y como lo ha demostrado el tiempo, para las mayorías la fecha se difumina entre los regalos de la Nochebuena, la cohetería y las luces artificiales, y los esperados abrazos de la medianoche del 31.

Un evento de esa importancia histórica debió ser el estreno del año 1997; engalanar cada 16 de enero, hasta el cumplimiento final, la cual era apenas un punto de partida. Pero no, algo así le hubiera dado un nivel de importancia a la firma del Acuerdo Final de Paz Firme y Duradera, que seguramente algunos no tenían, desde entonces, ningún genuino interés en darle.

No obstante, como decía, el 29 de diciembre de 1996, miles de nosotros llenamos la Plaza. Hubiéramos sufrido o no directamente la violencia de la guerra; ese día, todos los guatemaltecos sacamos a pasear los sueños guarecidos por tantos años dentro del corazón.

Para muchos, la Firma de la Paz significó tomar decisiones de vida, de esas que le cambian a uno de tajo el rumbo previsto: para unos, la posibilidad de volver a su país, luego de años de exilio. Para los que debieron sobrevivir en las peores condiciones en las montañas, o guarecidos por la solidaridad de nuestros vecinos, vislumbrar el retorno y el reasentamiento. Para mí significó exactamente lo contrario: decidir no irme, justo cuando la vida me estaba proponiendo otros horizontes, echar raíces en otros lares.

Le dije que no, que quería quedarme. Quería contribuir a construir la Paz, a hacer de este un país mejor para todos: democrático, incluyente, que superara sus taras y déficit históricos. Un lugar donde no hubiera guerra nunca más, menos aún el derramamiento de tanta sangre inocente. Quería un lugar donde la Constitución no fuera letra muerta para las mayorías; donde imperara la justicia y hubiera equidad y oportunidades para todos. ¡Cómo iba a irme, si la patria me necesitaba! Así de pueril era mi juvenil anhelo.

Dieciocho años más tarde, en plena madurez, ya no fijo mi mirada siquiera en lo poco que como sociedad hemos logrado, sino en cuánto más podemos perder todavía de seguir por el terrible rumbo que nos han impuesto.

Vuelvo a ver las fotos de todos en la Plaza de la Constitución: ¡Allí está la verdadera Alma de mi Tierra!; no son los volcanes, ni los lagos, ni siquiera nuestra magnífica herencia cultural. ¡Somos nosotros, la gente, los vivos de hoy y de siempre!, los que siguen luchando, soñando, y que, a pesar de todo, son capaces todavía del esfuerzo colectivo para procurar el bien común.

¡Alma de mi Tierra, apelo a ti, hoy que el horizonte se vislumbra tan opaco! Que esta noche, al recibir el Nuevo Año, insuflen todos de ese espíritu. ¡Que acabe el letargo, que todos se pongan en pie! Nosotros somos el Alma de nuestra Tierra. ¡No permitamos más que los tiranos del siglo XXI sigan profanando nuestro suelo sagrado y escupiendo la faz de nuestra Guatemala!

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