El Lago de Atitlán

Margarita Carrera

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Yo soñaba con el lago. Cuando por fin llegaba el domingo escogido para ir, me arreglaba desde temprano para obedecer las órdenes de mi madre. Lo principal para llevar era pantalones y traje de baño. Éste último ya estaba muy viejo, pero eso no me importaba, lo principal era llevarlo para ponérmelo en cuanto llegara.

Por fin, nos subíamos en el autobús y a mí me colocaban en un lugar especial porque me mareaba. Así que yo iba adelante viendo el estupendo paisaje. Porque para mí que todo era bello, no solo el lago. Al llegar, me ponía de inmediato el traje de baño y buscaba la cercana playa. Por lo menos ya sabía nadar, así que el frío de sus aguas no me importaba mucho. Lo importante era nadar y ver, a lo lejos, los inmensos volcanes.

Nadaba todo lo que podía hasta que mi madre daba sus órdenes de salir. Entonces venía el almuerzo que no era abundante pero que yo lo sentía delicioso. Por las tardes salíamos a caminar por los cafetales buscando, siempre, la vista del lago. Unos perros, poco gratos, nos salían a ladrar, pero de ahí no pasaban.

Frente al lago escribí mis primeros versos: “Piedras a mi lado/ el lago enfrente,/ más allá volcanes,/ y el Sol que se encueva./ Pájaros que sueñan./ Viento que es paz./ Aguas dormidas./ Crepúsculo./ Un día menos/ en mi vida!”.

¿Cuáles son los motivos más persistentes encerrados en mis primeros poemas? La respuesta es fácil porque son la brevedad y la sencillez. Estos revelan la composición de mi creatividad.

Otros son la soledad y el silencio. Tal soledad y silencio no son absolutos; se llenan de otros motivos. La soledad, por otra parte, no es destructora o intolerable. Es parte de mi manera de ser en todo, no solo en la poesía.

Así que eso era suficiente para que me invadiera una gran felicidad. Mi compañero de juegos era Roberto, mi hermano, a quien le decíamos “Pepeto”. Nos llevábamos muy bien y siempre estábamos juntos. A él le gustaba lo mismo que a mí, aunque yo le tenía un poco de celos porque mi madre lo quería mucho más que a mí. Decía que era igual “a Tony mi marido” y yo, ni siquiera lo había conocido, pues murió un mes antes que yo naciera.

Donde estaba mi hermano, estaba yo, éramos inseparables. Casi al mismo tiempo aprendimos a nadar y a mí me gustaban todos los juegos de los varones. Así que tenía mi pistola de juguete y un mi cuchillito que escondía para que no me lo quitara mi madre.

Nos sentábamos cerca pues éramos como uña y carne. Si él no estaba, yo no me sentía feliz. Mi madre nos conseguía dos caballos “pencos”, para que no nos botaran. Yo feliz, pues una de mis grandes alegrías era montar a caballo. Y, así, salíamos a pasear juntos todos los días.

Yo recuerdo la alegría que me invadía. Excepto un día que, estando descalzos en un río, se me fue uno de mis zapatos y por más que quise, no lo pude recuperar. Era el único par que tenía y hube de andar descalza hasta que mi madre me llevó a Patzún para comprarme otro par. “Si los perdés, me dijo, te quedarás sin zapatos”. Así que yo los cuidaba como si fueran mi alma. Aventuras pequeñas, grandes aventuras para mí.

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