EDITORIAL

Debilitamiento de las instituciones

Poca duda cabe de que Guatemala avanza por un extravío para encontrar la ruta hacia un modelo que fortalezca la incipiente democracia, el cual debe trascender el simple acto de acudir a las urnas. También se debe ser más exigente con los principales aspirantes a ocupar cargos de decisión para que le den cumplimiento a la oferta, ya que hasta ahora ha sido deplorable su participación, la cual se ha limitado a explotar la pobreza de los votantes.

El mejor ejemplo de ese deterioro se ratifica en el Poder Legislativo, que está por cumplir tres meses sin prácticamente hacer nada, pues los consensos para promover leyes aberrantes todavía no son suficientes y a eso se debe que la parsimonia tenga frenado a ese organismo. Tampoco es que sea necesaria su labor, pues a veces es mejor que los diputados sigan como están, antes de impulsar normativas con dedicatoria, que en nada contribuyen a la mejora de la situación nacional y, por el contrario, solo los benefician a ellos.

En esa decadencia institucional no está solo el Parlamento, pues lo mismo ocurre en el Poder Judicial, cuyas principales figuras parecen estar condicionadas al pago de deudas con quienes los eligieron, y por ello es que sus deciciones son cuestionadas. En una muestra de ese bochorno, la semana pasada estuvo a punto de prosperar un trámite de antejuicio en contra de tres magistrados del Tribunal Supremo Electoral, algo que parece haberse abortado por la encendida protesta de varios sectores de la sociedad civil.

Pero ese penoso cuadro se complementa con las acciones cuestionables que emanan desde el Poder Ejecutivo, que por ser uno de los más relevantes debería servir de ejemplo y equilibrio para atenuar el descalabro evidente en los otros organismos. Lejos de eso, es a donde más se dirigen las críticas ciudadanas, principalmente por el abuso en el manejo de los recursos públicos y la manipulación legal para extender prácticas cuestionables e incurrir en compras millonarias que no se justifican y sobre las que no existe rendición de cuentas.

Un panorama preocupante que plantea la interrogante de cuál es la viabilidad del Gobierno, sobre todo cuando es claro que no existen garantías para que en el país se le dé cumplimiento a preceptos como que el “Estado se organiza para proteger a la persona y a la familia; su fin supremo es la realización del bien común”. O mucho menos que pueda “garantizarles a los habitantes de la República la vida, la libertad, la justicia, la seguridad, la paz y el desarrollo integral de la persona”, como se establece en el capítulo único de la Constitución.

En ese debilitamiento del poder público y de sus instituciones más emblemáticas concurren el abuso y la indolencia o complicidad de quienes ocupan posiciones determinantes, porque mucho podrían hacer desde sus cargos para frenar ese deterioro, pues al no hacerlo solo contribuyen a incrementar la rapiña y el desgobierno. Por eso es explicable que nuestro país aparezca frecuentemente en las primeras posiciones en lo relativo a corrupción, impunidad y subdesarrollo, lo que nos tiene al borde del Estado fallido.

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