El espectáculo no desentona

Desde los antiguos emperadores romanos viene la frase “pan y circo” para referirse a los ingredientes mínimos que todo gobernante debe tener presentes para aplacar o minimizar cualquier expresión de descontento popular y eso cobra vigencia, como se puede ratificar en Brasil, donde buena parte de la protesta social se ha sosegado, porque es tan poderoso el efecto del entretenimiento que incluso las jornadas de manifestaciones se efectúan antes de los partidos, porque el espectáculo no se puede obviar.

Son incomparables los alcances de eventos como este que trascienden fronteras, mueven la economía mundial, alteran conductas, privilegian hábitos de consumo y hasta inciden sensiblemente en el ritmo de producción de un país, al punto que muchas industrias se ven obligadas a modificar horarios o aumentar personal en negocios en los que crece la demanda de bienes. Hay políticos que se contagian de esa euforia que hasta pagarían por mantener entretenidos a sus gobernados.

Sin embargo, cuando los problemas son más profundos y trascienden el momento de la euforia, la realidad siempre mantendrá su peso sobre los acontecimientos de un país, como ocurrió en su momento en México, donde las olimpiadas de 1968 llevaron cierto alivio al Gobierno de turno porque días antes había ocurrido la recordada masacre de Tlatelolco, o en Argentina, donde la selección local resultó campeona en 1978, mientras se acrecentaban los peores actos de represión en plena dictadura militar.

Lo cierto es que los mundiales de futbol son el mejor referente de lo que es convertir el mundo en una aldea globalizada, donde cualquiera de sus habitantes resulta siendo el más experto en el análisis de las jugadas que los grandes estrategas exponen sobre un tablero que está a la vista de millones de televidentes. Ese es el mejor antídoto para cualquier penuria social, y Guatemala no es la excepción, como lo puede atestiguar más de algún gobernante, cuando algunos acontecimientos de gran trascendencia resultaban de difícil manejo.

Aunque si bien es cierto que un acontecimiento de las dimensiones de un mundial puede aliviar momentáneamente la carga de conflictividad latente, también lo es que esto resurgirá quizá con mayor fuerza cuando se termine el espectáculo, porque hasta ahora ninguna sociedad ha logrado aplacar el descontento social simplemente con la diversión. El remedio todavía puede resultar peor que la enfermedad si en el espectáculo se invierten miles de millones de dólares, lo cual puede resultar incongruente cuando el desequilibrio social es muy acentuado. En un escenario donde la conflictividad aflora, lo más deseable es que el seleccionado anfitrión llene de alegría a una atribulada población.

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