EDITORIAL

Indolencia ante la vulnerabilidad

Invariablemente, en cualquier foro en el que se hable de la precariedad o la vulnerabilidad ante el cambio climático y otras amenazas ambientales, nuestro país aparece a la cabeza de las naciones en las cuales los daños de cualquier desastre se multiplican por el factor de riesgo en que habita buena parte de la población. Este tema ha sido evadido a lo largo de décadas por sucesivas administraciones y relegado casi al olvido, hasta que una nueva tragedia enluta a los guatemaltecos.

El deslave acontecido la noche del 1 de octubre en la aldea El Cambray, Santa Catarina Pinula, muy cerca de la colindancia con Guatemala, es la más reciente prueba de que ciertas autoridades parecen ocupar altos cargos solo para devengar un salario y emitir informes que nadie cumple. Se sabe que acerca de dicho asentamiento humano existían recomendaciones reiteradas de declarar buena parte de esa área como un sector inhabitable, precisamente por la vulnerabilidad del terreno.

Sin embargo, todo aquel que tuviera que ver en cualquier decisión al respecto ignoró los avisos y hoy se lamenta un doloroso drama e incontables pérdidas para los pobladores. La primera responsabilidad debe recaer sobre quienes dirigen la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres, pues deberían tener claro que su papel es clave para efectuar advertencias y asegurarse de que se obedezcan sus decisiones, pues de por medio hay vidas humanas en riesgo y esa debería ser la única prioridad.

De esa responsabilidad tampoco deben estar exentas las autoridades de la comuna de Santa Catarina Pinula, que fueron advertidas del enorme riesgo que corrían centenares de personas que habitaban esa trampa mortal. Son las corporaciones municipales las que se encargan de autorizar la habitabilidad de un espacio, concediendo las respectivas licencias para construir, y más cuando se sabe que fue el exalcalde Antonio Coro quien facilitó la legalización de esos terrenos, aunque cabe señalar que no es el único edil que piensa más en la popularidad que en una labor ética.

Esta es la primera tragedia de colosal magnitud que ocurre en un área aledaña a la metrópoli, y cuando se escucha la espeluznante cifra de 600 desaparecidos, es lógico que rápidamente se pase de la pesadumbre al horror y a la indignación, porque se vislumbra como uno de los mayores desastres que ha vivido el país y, peor aún, cuando queda claro que pudo evitarse si existiera más responsabilidad en el servicio público y un mayor respeto hacia las normativas sobre construcción.

Tema aparte merecen las decenas de rescatistas, policías, soldados y voluntarios que, sin descanso, se dedicaron a buscar sobrevivientes. Con palas, piochas, cubetas e incluso con las manos se entregaron por completo a brindar un poco de esperanza a los familiares de las víctimas, aun arriesgando su propia vida, por la inestabilidad del terreno.

La tarea por venir es ardua y el dolor no será poco, pero, eso sí, el espíritu heroico del guatemalteco se sigue manifestando a través de varias iniciativas para recaudar víveres, frazadas, medicinas y todo tipo de ayuda para los sobrevivientes.

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