TIEMPO Y DESTINO

La propiedad de las curules

Luis Morales Chúa

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Finalmente, los críticos del transfuguismo se han salido con la suya al lograr la aprobación de reformas legales encaminadas a suprimir el frecuente uso, en el Congreso de la República, del salto de diputados de un bloque parlamentario a otro.

El primer dique ha sido colocado en la recientemente reformada Ley Orgánica del Organismo Legislativo, consistente en la prohibición de formar nuevos bloques e impedir a los bloques ya establecidos absorber a los legisladores independientes.

Pero, las reformas otorgan oportunidad a los diputados actuales, de dar el salto en los treinta días anteriores a la entrada en vigencia de la nueva ley, y con ese asidero, once resolvieron trepar al bloque del partido gobernante donde han sido recibidos como regalos caídos del cielo. Esa bancada tenía 11 miembros y su capacidad de negociación estaba muy limitada, al punto de no haber logrado un solo puesto en la poderosa Junta Directiva de Congreso, dirigida con mano de acero inoxidable por el diputado Mario Taracena, jefe del bloque parlamentario de oposición, con 31 integrantes, once más que el partido oficial, ahora en segundo lugar de la tabla de posiciones con 19 diputados.

Tengo dudas acerca de la constitucionalidad de las reformas a la Ley Orgánica del Organismo Legislativo porque no solo limita la libertad de asociación, garantizada por la Constitución Política de la República, sino que la prohíbe a los diputados, violando así el principio de igualdad, por una parte, ya que todos los demás ciudadanos dedicados a la política la conservan, y, por la otra, coarta la libertad individual de cambiar de partido.

Las reformas calan hondo en un derecho que debe ser ejercido en forma libre, en el marco de una dualidad de la libertad, en el sentido de proteger el deseo o intención de pertenecer a una organización política, con fines legales y, por otro lado, la libertad en sentido negativo de no ser obligado a permanecer en una organización política que ya no le satisface o que con el paso del tiempo le resulta incómoda.

El transfuguismo en Guatemala debería dar lugar a un estudio, en profundidad, en torno a la necesidad de determinar quién es el dueño de cada curul. ¿Es el diputado? ¿El Congreso? ¿El bloque parlamentario? ¿El partido político al cual el diputado pertenece? ¿La masa de electores que lo favorecieron en las urnas? ¿El Estado, que le paga un sueldo mensual? ¿Las personas u organizaciones que financian las campañas políticas?

Acerca de eso existen varias teorías políticas, sociales y jurídicas que se estrellan violentamente con la realidad guatemalteca. Aquí, salvo excepciones de políticos idealistas, que los hay, decididos a dedicar sus vidas a la construcción de una Guatemala mejor, cada político compra su curul, porque para ser colocado en la lista de candidatos contribuye con dinero, variable según el lugar que le concedan en la lista.

No es cierto que ese transfuguismo sea una enfermedad hedionda de la democracia, porque esta, la democracia en sentido estricto, es casi inexistente en Guatemala. El transfuguismo es, nada menos y nada más, consecuencia de la ausencia de solidez ideológica y diferencial de los partidos políticos, interesados en agigantar la masa de sus simpatizantes, aunque muchos de estos nada sepan de cómo se cuecen las habas en la política nacional y sean desconocedores de la ideología partidaria que debería ser casi una religión, como sucede en partidos europeos y en algunos pocos de América.

Una prohibición taxativa a los diputados para cambiar de partido puede tener una de dos consecuencias. La primera es el afianzamiento en las esferas del poder de partidos con líderes descalificados. Segunda, la imposibilidad de apartarse de esos partidos y acceder a otros mejor armados moralmente y con ideología estable y depurada.

Y nadie se sorprenda de haber visto, quizás por última vez, el fenómeno de desertar de un partido minoritario a un partido grande, particularmente si este se encuentra en el Gobierno. Es porque en política partidista no hay olor más atractivo que el olor del poder.

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