PERSISTENCIA

Lo apolíneo y lo dionisíaco

Margarita Carrera

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Nadie como Federico Nietzsche ha penetrado tan hondamente en la esencia de la tragedia griega. Es él quien descubre cómo, en esta, se unen de manera armónica dos fuerzas contrarias: la fuerza de la razón y la del instinto. A la primera fuerza la denomina “lo apolíneo” y a la segunda, “lo dionisíaco”. Enfrentamiento patético de dos dioses griegos: Apolo y Dionisos.

“Apolo —nos dice—, en cuanto a divinidad ética, exige mesura de los suyos y, para poder mantenerla, conocimiento de sí mismo. Y así, la exigencia del ‘conócete a ti mismo’ y de ‘no demasiado’ marcha paralela a la necesidad estética de la belleza…”. En efecto, el templo de Apolo, en Delfos, tenía esta inscripción citada por Nietzsche: “Conócete a ti mismo”, pero también agregaba: “no demasiado”.

De todas formas, para llegar al conocimiento de sí mismo, el hombre emplea la razón, el pensamiento preciso, claro, que trata de acercarse a la verdad, aunque no pueda o deba llegar a la totalidad de esta, a su absoluto. Porque, entonces, cae el hombre en el temible riesgo de equipararse con los dioses, el peor de los pecados o errores por el cual es horriblemente castigado.

Ahora bien, Apolo es intérprete de los sueños y es a través de estos que llegamos de manera simbólica (“apariencia”, de acuerdo con Nietzsche) a la suprema verdad, a la “horrorosa sabiduría de Sileno”, gobernado por la razón. Para poder soportar el inmenso peso de la verdad (prohibida por los dioses), Apolo “nos muestra con gestos sublimes, cómo es necesario el mundo entero del tormento, para que el mundo empuje al individuo a engendrar la visión redentora, y cómo luego el individuo, inmerso en la contemplación de esta, se halla sentado tranquilamente, en medio del mar, en su barca oscilante”.

Apolo, pues, o la fuerza apolínea, construye el mundo de “la apariencia” y de “la moderación”, “artificialmente refrenado”. En otras palabras, construye el marco lógico o razonable dentro del cual irrumpe el mundo de la pasión.

Lo apolíneo será, pues, la noble “apariencia”, la “máscara”, “productos necesarios de una mirada que penetra en lo íntimo y horroroso de la naturaleza…”, que cura “la vista lastimada por la noche horripilante”.

Y aquí se da, más que el enfrentamiento, la unión de Apolo con Dionisos. Pues si Apolo es “el sueño”, “la apariencia”, “la máscara”, Dionisos será “lo íntimo y horroroso de la Naturaleza”, esto es, el dios que encarna los instintos (cuya imagen estará representada en el sátiro); o dicho de otra manera, la expresión de las emociones más altas y poderosas del hombre, “el símbolo de la omnipotencia sexual de la Naturaleza, que el griego está habituado a contemplar con respetuoso estupor”.

Dionisos es la fuerza de la Naturaleza que abarca la procreación, la muerte y la resurrección. Es también el dios del vino, de la embriaguez, de la orgía, “reflejo de la naturaleza y de sus instintos más fuertes; más aún, símbolo de la misma, y a la vez pregonero de su sabiduría y de su arte: músico, poeta, bailarín, visionario…”. El éxtasis, la sabiduría de las sombras, el sufrimiento por atreverse a la verdad más oculta y prohibida: la del incesto y parricidio, con la cual se llega al goce supremo y al dolor más intenso.

“El griego dionisíaco —nos sigue diciendo Nietzsche—, quiere la verdad y la Naturaleza en su fuerza máxima”. Para poder llegar a ella, “se ve a sí mismo transformado mágicamente en sátiro”.

De este modo, el sátiro barbudo que se embriaga y dirige gritos de júbilo a Dionisos —a quien representa—, es la sinrazón, lo inconsciente, lo instintivo, la “desmesura”; también el substrato del sufrimiento y del conocimiento máximo.

Y el héroe que más contacto tiene con Dionisos es Edipo: “¡Edipo, asesino de su padre, Edipo, esposo de su madre, Edipo, solucionador del enigma de la Esfinge!…”. Edipo, la sabiduría misma al transgredir la Naturaleza. Por ello, “la sabiduría, y precisamente la sabiduría dionisíaca, es una atrocidad contra la Naturaleza…”.

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