Una sociedad opaca

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Por supuesto, la corrupción en el sector público tiene efectos muy perversos; ocurre a costillas nuestras, de los impuestos que pagamos, que no llegan a traducirse en bienes y servicios que se nos retribuyan a los contribuyentes, no digamos, a aquellos que por su condición de exclusión social y la desigualdad vigente, los requieren todavía más que nosotros.

Cuesta más asumir que la corrupción es un mal enquistado en todos los estamentos de la sociedad; una forma de hacer, parte del ethos social dominante y, por consiguiente, que nos involucra a todos en mayor o menor escala. Entre corruptor y corrupto  se teje una telaraña cuyos hilos atrapan tanto sector privado —en sentido amplio—  como sector público. Por ejemplo, cada vez que un funcionario público pide una “comisión” por adjudicar una obra, y una empresa, con tal de ganar la adjudicación, se la paga, esta se vuelve parte y consentidora de esta forma de hacer negocios con el Estado. Cada vez que un funcionario público accede a procesar un trámite, a sabiendas que con este facilitará un negocio enorme para terceros con solo estampar su firma en un papel, aunque no reciba un quetzal por ello, se torna parte de esa cadena estructural que hunde al país. El caso paradigmático de Petrobras, ilustra al respecto. Cada vez que eludimos el pago del IVA o se subvalora una propiedad para pagar menos impuestos, nos volvemos parte de esa forma de hacer las cosas. Peor aún, cuando estas prácticas están hasta instituidas en ley.

Tampoco hay mucha información pública respecto de  lo que ocurre en y dentro de las empresas. Las organizaciones no gubernamentales tampoco se esmeran demasiado por transparentar su situación financiera. No hay obligatoriedad de ello. Eso lo comparten con el empresariado.

Es hasta hace muy poco que SEGEPLAN reporta de manera abierta y sistemática sobre los recursos que entran al país por vía de la cooperación internacional, aunque el año  pasado dejó fuera de su reporte a la cooperación reembolsable, que constituyen la parte más importante y abultada de dichas contribuciones. Y qué decir de la inversión pública directa. Escuchamos danzas de cifras todo el tiempo, pero poco de quienes son los que traen sus capitales a nuestro país y con qué propósitos. Pareciera que basta con decir que “generará inversión y empleo” para santificarlos.

La opacidad es la cuna de la corrupción. Y aunque ha habido iniciativas importantes para atajarla, no son suficientes todavía. Cito apenas tres fundamentales: la ley de acceso a información pública, aunque en la actualidad hayan crecido las barreras y obstáculos para hacerla efectiva.

Que algunas empresas coticen ya en la bolsa de valores contribuye también a transparentar lo que ocurre con ellas. Y más recientemente  he leído que la Cámara de Comercio Guatemalteco-Americana está produciendo un código de ética, apelando a los empresarios para que no caigan en estas dinámicas de corrupción con tal de hacer negocios con el Estado.

Romper con esa forma de “hacer negocios” es la contracara de sanear al sector público; por tanto, el otro actor clave en una política anticorrupción son los empresarios. Si por un lado  defenestran al Estado, pero por el otro  se sirven del festín, no saldremos adelante. Loable iniciativa de esta Cámara de Comercio, pero ¿cómo hacemos para que forme parte de las prácticas de responsabilidad social empresarial en el país?

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