EDITORIAL

Aprendices de autócratas

Entre los más grandes lastres históricos que han pesado sobre el devenir de Guatemala han figurado las autocracias, desde los caudillos del siglo XIX que llegaron al poder bajo una bandera de cambio y establecimiento de una nación progresista hasta los dictadores del siglo XX que a sangre y pólvora sostuvieron sus regímenes hasta que, una y otra vez, la voluntad del pueblo expresada a través de manifestaciones y exigencias legales los obligó a dejar el poder.

Tales alzamientos populares no estaban libres de víctimas, como ocurrió hace 73 años cuando un piquete de soldados reforzado con una guardia a caballo intentó disipar una protesta de ciudadanos, estudiantes y maestros que enfilaba por la Sexta Avenida, en franca demanda de la renuncia del dictador Jorge Ubico. En la desigual agresión hubo disparos contra la multitud desarmada, y en la 16 calle cayó muerta la profesora María Chinchilla, cuyo nombre quedó inmortalizado y de hecho se convirtió en el motivo para fijar el 25 de junio como el Día del Maestro.

Una semana después dejaba el poder el último autócrata de la historia moderna del país, pero ello no restó ímpetus al afán de posteriores figuras militares e incluso políticas de intentar perpetuarse en el poder so pretexto de necesidades sociales e institucionales, tal el caso del general Efraín Ríos Montt, quien después de integrar un triunvirato de transición desplazó a los otros dos integrantes y se declaró presidente. Una década después, ocurre algo similar cuando Jorge Serrano Elías da un autogolpe de Estado, con la intención de ocultar los abusos de su desgobierno.

Los gobiernos democráticamente electos se han sucedido en un patrón repetitivo de esperanza y decepción que con cada relevo tiende a acrecentar el cansancio popular ante los abusos, despilfarros, nepotismo e incumplimiento de ofrecimientos de campaña, cuya mayor vergüenza la encarna el gobierno del Partido Patriota.

Lo patético del momento actual es encontrar a dos figuras públicas, el alcalde capitalino Álvaro Arzú y el presidente Jimmy Morales, brindándose consuelo mutuo y diciéndose lo que quieren escuchar acerca del supuesto lastre que representan para el avance económico del país las normas de transparencia surgidas a raíz de los desmanes de gobiernos anteriores.

Ambos atacan la institucionalidad, porque supuestamente no les permite avanzar a la velocidad deseada y en todo caso anhelan un ordenamiento jurídico moldeable a la medida de sus caprichos, en los cuales se traslucen ínfulas del pasado autocrático. Precisamente la característica de las dictaduras fue esa: nadie podía exigir cuentas a personajes como Estrada Cabrera o Ubico, y fue necesario que el pueblo los sacara.

El discurso de estos funcionarios es maquiavelismo puro, al establecer una moral relativista de que el fin justifica los medios, porque la lucha contra la corrupción solo tiene dos opciones: a favor o en contra. Despojar de controles el gasto público es una aberración propia de la intolerancia o de los procesos oscuros mediante los cuales se privatizaron bienes públicos.

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