DE MIS NOTAS

Chiche sí, pacha no

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En medio del denso trajín —y ajena al bullicio circundante del aeropuerto en donde me encuentro—, una joven mujer está sentada frente a mí, totalmente concentrada en la lactancia de su bebé. Atisbo un pequeño rostro detrás de un velo tapando con discreción el pecho de su madre. Él bebé abre unos segundos sus ojos y me mira. Luego los cierra como si quisiera contarme en un instante cómo se siente.  Y entonces elucubro esta columna al ver una escena cada vez menos común en la era de la agitación y la velocidad virtual. La era de las prisas y las conveniencias debido a  la proliferación de las leches de “fórmulas”, al temor de los pechos caídos y  a la proliferación los silicones inyectados. Aclaro no estar en contra de ninguna de esas cirugías estéticas, solo subrayo la realidad de ese obsequio divino llamado lactancia materna. Percibí este mensaje del bebé:

“Estoy reclinado cómodamente en el pecho de mi madre. Siento el latir de su corazón que me acompaña con ritmo y cadencia. La leche que mamo de su pecho, con delicia, está ligeramente arriba de la temperatura tibia. Me siento cómodo y cuidado. Con una mano me sostiene y con la otra me acaricia, llenándome de seguridad y tranquilidad. Su cuerpo me mece suavemente. Después de haber ingerido hasta saciarme, un agradable sopor me envuelve, haciéndome caer en profundo sueño.

La leche que bebo es un alimento extraordinario. Una mezcla excepcional de proteínas, aminoácidos, sueros, vitaminas y anticuerpos. Contiene todos los elementos nutritivos que necesito para desarrollar mi cuerpo, el cual duplica su tamaño cada 6-8 meses, y anticuerpos que le permiten a mi cuerpo defenderse de muchas enfermedades.

Pero lo más extraordinario de este alimento no son solo los elementos que componen el maravilloso líquido llamado leche materna. El ingrediente esencial y misterioso es el efluvio de amor y entrega, contenido en cada sorbo. Algo sobrenatural y divino cada vez que mamo yo, vástago que una vez fui engendrado y criado por dentro, y que ahora continúo esa relación simbiótica, unido en el exterior con ese nexo vital que es mi madre, hasta que la creación se hace perfecta.

La íntima y personal relación con mi madre me nutre de efluvios psicológicos que perdurarán durante mi infancia y toda mi vida: seguridad, ternura, mimo y cuidado. Todo, contenido en cada sorbo, en cada mamada, varias veces al día, todos los días, durante meses de meses.

Pero hoy, varios meses después, mi madre no quiso —o no pudo— darme su pecho. Me introdujo un pedazo de hule en la boca, con un agujero en el centro en vez de su perfecto y anatómico pezón. Su pecho, suave y tibio, se convirtió en un impersonal objeto cilíndrico de plástico. El líquido es ahora una substancia extraña y peculiar, con un sabor diferente y ajeno. Extraño las palpitaciones de su corazón, que me recordaban los ritmos vitales del vientre que me dio vida y forma.

Hoy algo aconteció entre ella y en mí. Se rompió un lazo, un nexo natural y biológico establecido por Dios, y su madre naturaleza. No entiendo sus razones, ni las puedo juzgar. Soy ajeno a los valores de este mundo que conforma modas y presiones absurdas permutando la natura con la vanidad de los silicones. Desconozco las razones de la agitación y el estrés de mis padres. Soy inconsciente de la intromisión de la vida social en la crianza y en los procesos establecidos por el Creador.

Solo sé… que nunca volverá a ser lo mismo…”

alfredkalt@gmail.com

ESCRITO POR:

Alfred Kaltschmitt

Licenciado en Periodismo, Ph.D. en Investigación Social. Ha sido columnista de Prensa Libre por 28 años. Ha dirigido varios medios radiales y televisivos. Decano fundador de la Universidad Panamericana.