PERSISTENCIA

Corrientes de vanguardia

Margarita Carrera

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Propio de las jóvenes generaciones, sobre todo a partir del Renacimiento, es el imperioso deseo de romper o tirar por la borda los viejos cánones estéticos y éticos e iniciar una nueva era, más plena de vitalidad y arrebato.

Sin embargo, tal actitud se destaca con mayor relieve a inicios del siglo XX. Entonces surgen las más estridentes e hiperbólicas corrientes denominadas de vanguardia, que se prolongan hasta nuestros días.

Y si bien tenemos el siniestro futurismo encabezado por Marinetti, defensor del maquinismo, de la materia, de la guerra, del nacionalismo militante, por lo tanto, del inicuo fascismo, también tenemos pasionales corrientes salvadoras —que perviven aún— que enfocan su furia, no contra el espíritu y la libertad, sino contra lo humano inauténtico, y claman por un mundo, si no feliz, sí más libre y sincero. El dadaísmo es, sin lugar a dudas, una de esas corrientes. Al respecto ha dicho André Gide: “Dadá es el diluvio después del cual todo comienza”. Y del mismo modo que el dadaísmo, el surrealismo, el ultraísmo, el estridentismo…

Todas ellas lanzadas por jóvenes vigorosamente altaneros, inclaudicables rebeldes, con la soberbia insolente del genio y la irreverente iracundia del que desea adueñarse del mundo para arrancarle todo lo vetusto, injusto, inhumano, obsoleto.

Sacar la recóndita cólera es algo por demás saludable, y más si se hace a través del arte. Se vomitan, entonces, poemas, pinturas, esculturas, músicas, que para renegar de todo lo tradicional, acostumbran colocar como etiqueta inconfundible de la palabra “anti”.

En la actualidad se prolongan poderosamente las iniciales corrientes de vanguardia surgidas en la Europa de principios del XX. En literatura, estas corrientes se resumen con el simple prefijo “anti”. Se habla de “antinovelas”, de “antipoemas”, de “antiteatro”, términos atractivos, pero no del todo novedosos, sino, por el contrario, con una tradición de largos y fructíferos años. Sin embargo, de tanto usarse y abusarse, inician ya su desgaste natural, su fatal decadencia.

Charles Louis Philippe escribía: “El maintenant, il nous faut des barbares”; esto es, necesitamos de los bárbaros, de esos seres brutales, pero vitales, ajenos a toda tradición cultural y plenos de voracidad, de irracionalidad, de desenfreno. Aunque ello implique, indudablemente, clamar por una peligrosa arma de dos filos. Se habla, entonces, de la “manía de lo arqueológico”, de “la superstición de los museos”, de “los libros que ya nadie lee”; y se exalta, a continuación, al “hombre nuevo”, ya sea primitivo o supercivilizado.

Como toda barbarie, su empresa, más que de reconstrucción, es de demolición. Destruir todos los valores imperantes y condenarlos al exterminio por caducos, hipócritas, descompuestos. Hay ansia por nacer libre de todo pecado original, de todo pasado, de toda tradición. Y se quiere, desde luego, empezar desde “el cero”. Así que le “nouveau roman” de Robbe-Grillet no es nada novelescamente nuevo, a pesar de su elegante formalismo vacío y pose de fascinante escritor. En la actualidad, al comulgar con el crítico Roland Barthes, que parte del “grado cero de la literatura”, está siguiendo una tradición que en su debido tiempo (la del dadaísmo) fue antitradición. Su barbarie es obsoleta, por ello, carente de fuerza renovadora, totalmente seca.

Jamás esclava del “formalismo”, la barbarie auténtica, vital, rejuvenecedora, tiene a la “anarquía” como un orden”, como una mística, como una pasión desbordante de libertad total. Pero siempre busca al hombre con el fin de salvarlo, de rescatarlo de un mundo de depravación en donde impera el gansterismo o los bandidos.

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