VENTANA

El flujo de la vida

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En estos días de diciembre, cuando se aproxima la  celebración de la Navidad y el nuevo año, es oportuno  hacer un alto en la vida. Conviene  relajarse para reflexionar.  La mejor manera de bajar las revoluciones,  de reducir el estrés,  es poniéndonos  en   contacto con la naturaleza.  Observar  el “micro mundo” que   vibra  a nuestro alrededor  sosteniendo la red que nos da vida es una opción. Aclaro que me refiero  al mundo de las aves o de los  insectos, no necesariamente a los que tenemos que observar por medio de un microscopio. Estos  días de cambio del año invitan  a realizar cambios en nuestras vidas.  Los “micro-mundos”  guardan  lecciones que al  observarlos  se abren como una flor exótica  y nos  revelan algún secreto.   El biólogo y poeta Dr. Andreas Weber escribió: “  Hasta un  ínfimo ser tiene la capacidad de transformarse así mismo en todo el ecosistema cuando se entrega  a él.”    La  presencia  del Cambio Climático es  el mayor desafío que como humanidad enfrentamos.  Nos obliga a volver la mirada hacia quienes sostienen el  flujo de la vida en el planeta y que los  humanos hemos interrumpido.  Véase, la catástrofe del Motagua. Río que fluye a lo largo de 486 kilómetros  convertido   en un inmundo vertedero. Sus  aguas envenenan  hasta el mar. Nuestros hábitos contaminantes son vergonzosos.  Lo confirma la descarada  impunidad en la que este río con su carga mortífera sigue fluyendo.

Hace unos días estaba en la playa. Disfutaba la inmensidad del mar turquesa frente a mis ojos. Escuchaba el ritmo de las olas, es el flujo y reflujo, que asocio con los latidos del corazón de la Tierra. Hay días que su ritmo es fuerte. El mar encrespado amenaza y ruge. Hay otros, de aguas tranquilas. Su voz apenas se escucha, es un manso rumor que encanta y adormece. Esa mañana fresca de noviembre, meditaba en la playa cuando observé unas avecillas de pechito blanco y alas grises que parecen gaviotas pequeñas. Sus patitas negras son tan finas que parecen hechas de alambre de amarre. Llegaron a la playa volando en el preciso momento en que el sol despierta al día. La gente de la localidad las llama “palometas.” Esa mañana vi cómo las olas, con su capa de espuma, se retiraba de la playa. La dejaba plana, como un lienzo plomizo gigantesco y húmedo. Me acerqué para observar los moluscos ínfimos que caminaban sobre ella. Dejaban trazos tan graciosos sobre la arena que eran semejantes a las pinturas surrealistas de Joan Miró. En esas estaba cuando vi correr a las palometas. Corrían hacia la playa abierta para darse un banquete de caracolillos. No había pasado un minuto cuando las olas fluyeron y cubrieron la playa otra vez. Creí que las palometas levantarían el vuelo, pero ¡no! sus finas patitas se agitaron, como alas de colibrí, y las olas ni las rozaron. ¡Increíble! Permanecí embelesada por el vaivén entre las olas y las palometas. Bailaban al ritmo de vals. “¡Es su danza con la vida!” susurró el Clarinero. “¿Tu danza construye o destruye?” me preguntó.

La naturaleza es sabia, nos habla. ¿La escuchamos? Sugiero que, si viajan a la playa o a la montaña durante el descanso de fin de año, dediquen algunos minutos para observar sus “micro mundos”. Conversen con su familia sobre el flujo de la vida. Pasen la voz. Acortar la brecha entre el ser humano y la naturaleza es responsabilidad nuestra. Mary Oliver nos dice: “No tienes que ser bueno. No tienes que caminar de rodillas por cientos de millas, a través del desierto, arrepintiéndote. Sólo tienes que dejar que el animal suave de tu cuerpo, ame lo que ama.”

clarinerormr@hotmail.com

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