EDITORIAL

El impostergable llamado a la cordura

Centroamérica lleva décadas inmersa en una conflictividad social irresoluble, principalmente por el abuso de los políticos, gobernantes y enquistados en otros poderes del Estado, por la indiferencia, pasividad y tolerancia de quienes pueden, desde otras posiciones de poder, incidir en un giro hacia una senda de estabilidad y prosperidad.

El pasado noviembre se celebraron elecciones presidenciales en Honduras, en medio de denuncias de fraude, a lo que contribuyeron mucho las autoridades electorales, que con sus inexplicables demoras sustentaron los temores de un proceso amañado a favor de la ilegal candidatura para la reelección de Juan Orlando Hernández.

Las protestas postelectorales dejaron cerca de 25 muertos, aunque líderes de los partidos de oposición cifran el número de víctimas en más de 40. En cualquier caso es una cantidad intolerable que evidencia el torpe proceder de agentes policiales y un exceso de fuerza para contener a los manifestantes.

Por causas muy diferentes, también la semana anterior hubo una cauda trágica en Nicaragua, por protestas contra medidas unilaterales adoptadas por la tiranía gobernante, cuyo resultado fueron alrededor de 30 muertos, aunque en este caso fue mucho más evidente la irracionalidad con que actuaron las fuerzas del orden y los grupos de choque sandinistas al servicio del Gobierno para infiltrar la protesta y crear más inestabilidad social.

El caso nicaragüense es el más delicado, porque para muchos el régimen reinante era lo más parecido a un paraíso, al punto de que se estaba convirtiendo en un referente de que es posible convivir entre tiranía y corrupción, sin querer ver la amenaza subyacente, como es estar a merced de un régimen totalitario, con un férreo control sobre las instituciones y sobre extensos sectores de la sociedad, a fin de imponer su voluntad, lo cual explica la enorme siniestralidad en los seis días de protestas, la semana anterior.

Esta es una faceta insoslayable para quienes hoy pretenden permanecer como simples espectadores ante el deambular de un gobierno errático como el de Guatemala, que cada día da preocupantes muestras de intolerancia y abuso, con el único objetivo de hacer tropezar el sistema de justicia para que cesen las investigaciones a los políticos involucrados en casos de corrupción, como si lo ocurrido con el anterior gobierno no fuera la evidencia del peor latrocinio de nuestra historia.

Ese vergonzoso modelo está hoy en el banquillo y resulta preocupante que sea el presidente de la República, el alcalde de Guatemala y un puñado de políticos en la mira de la justicia quienes, desde sus trincheras de poder, conforman alianzas perversas para entorpecer el avance de la lucha contra la corrupción y la impunidad.

El país está dando demasiadas muestras de un vergonzoso proceder desde las más altas esferas de poder en el Estado, y ante la impotencia de la ciudadanía por frenar los abusos es imperativo que desde el exterior también crezca la presión, porque la tambaleante conducción del estamento público puede provocar incluso que hasta la más emblemática embajada acreditada en el país deba dar explicaciones sobre la caótica situación imperante en Guatemala.

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