LA ERA DEL FAUNO

Encomio a las palabras viejas, las malqueridas

Juan Carlos Lemus @juanlemus9

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Palabras hay que nadie saca a bailar. Están sentadas en las páginas el diccionario a la espera de ser empleadas, aunque sea por un escritor de esos aficionados a escribir difícil. Esas que ya nadie usa esperan que, algún día, un dedo se detenga encima de ellas a sacarlas de su aburrimiento. Han visto ya demasiadas veces que el diccionario se abre, el dedo se acerca, se detiene cerca de alguna de ellas, se le coloca encima. “Ahora —dice la palabra apuntada—, es el día. Cógeme. Llévame. Sácame de esta mugre”. Como siempre, el dedo sigue de largo. Se decide por la vecina o la de la esquina. “Si supieras lo que puedo provocar”, maldice la despreciada, casi siempre polisémica, al buscador.

Palabras hay que salen del diccionario cargadas en hombros. Son heroínas. Sirvieron para destruir al enemigo. Alguien usó “pusilánime” para referirse a un funcionario y aquello sonó más fuerte que si le hubiese dicho imbécil. En el diccionario hubo fiesta. La palabra pusilánime triunfó en el exilio. Pero lo mismo que esas estrellas del futbol que un día fueron cargadas en hombros y al poco tiempo aventadas al suelo, las palabras caen en desgracia. Al caer, sufren tal golpe que pierden sentido: Democracia. Libertad. Derecho. Humanidad. Política. Amor. Fraternidad.

O como cuando fue rescatado el viejo término “impresentable”, que hacía 100 años ya se usaba para referirse a alguien falto de dignidad. Desde que algún avezado tuvo a bien llamar “impresentable” a un diputado, provocó tanta algarabía que pasaron meses e “impresentable” sigue estando por todas partes. Ya golpea poco. Habrá que buscar otro adjetivo entre los desposeídos, los marginales, entre los harapientos que duermen bajo de los puentes en el diccionario.

Lo mismo ocurrió con la palabra “espurio”. Nos encantó tanto que nos la gastamos. Alguien detuvo el dedo en el lugar preciso y despertó a un viejo del siglo 17 consignado por Oudin como “bastard” y por Vittori como “non legítimo”. Pero, la verdad, “espurio” ya dice poco.

Hay palabras viejas a las que por caridad llamamos arcaísmos. Qué fiesta se arma cuando una anciana resucita. “Platera”, “fustán”, “calzoneta”. Ya nadie las usa. La gente nueva no quiere saber ni siquiera cómo se ponían.

Otros vocablos reman rumbo al país de las palabras, el diccionario. Esos migrantes, al principio, suenan horribles como “tuitear”. Recién llegados sufren el desprecio de las palabras establecidas. “Calcos lingüísticos, neologismos, bonita forma de privilegiar a las extranjeras”, dicen. “En mis tiempos, el lenguaje era más puro”. “Uno dejaba abierto el diccionario y nadie se le metía”. Hipócritas palabras, vienen de mendigar uso, todas vienen de la ocurrencia, del calco, del préstamo. Ni la Eva africana ni la Eva bíblica hablaban español como para venir a dárselas de pureza lingüística.

¿Quién en sus cinco sentidos, al principio iba a aceptar eso de “aparatoso”? Y ya ven, nadie se escandaliza al escuchar basura como “aparatoso accidente”. Estamos a punto de oír “internetosa noticia”. Ya verán. Es cuestión de tiempo. Ya piden visa “feisbuquear”, “aperturar” y “accesar”. Entrarán. Armemos una barricada, quememos letras: todo será en vano.

Según cuentan, en el bar del diccionario, en el rincón de una página, un anciano bebedor se sienta todas las noches en el mismo sitio. No habla con nadie. Las palabras jóvenes lo ven con respeto. Cuando pasan a su lado, bajan la voz. Dicen que jugó en la Selección Nacional de Insultos. Pero si es ni más ni menos que “puñetero” alias el “puto”. Ya solo las viejas palabras, mojigatas, se santiguan al verlo.

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