PERSISTENCIA

Impudicia en el arte novelesco contemporáneo

Margarita Carrera

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En el inicio de la novela era el cuento, la narración, lo más importante. Las aventuras,  los episodios excitantes. Lo novelesco todavía no tenía el valor de acercarse a lo real, a lo verdadero; y la novela era pura ficción.

Sin embargo, como dice Alberés, “desde fines del siglo XVIII hasta principios del XX la novela se enriquece y se arma de un aparato de ‘verdad’. Renuncia a ser un cuento para querer convertirse en observación, confesión, análisis…”

Y no hay nada más impúdico que la confesión, que la verdad a que nos lleva un severo análisis. Y así hay cierto masoquismo al escribir, hay, sin duda alguna, gran dosis de sadismo al leer. El lector, sádico, lee ávidamente las oscuras intimidades de los personajes novelescos. Es un deleite irrefrenable. Se esperan con ansia las calamidades que le pueden acontecer al héroe y antihéroe. Y cuando llegan, se respira más hondo y los ojos se prenden vorazmente al papel.

¿Pero qué es lo impúdico? La palabra tiene un sentido moral, religioso. En cierta forma, nos recuerda lo obsceno de que se nos hablaba, de manera tan repulsiva, durante nuestra infancia. Por lo tanto, tiene que ver, en gran medida, con la libido.

La novela –aún más que la poesía y el drama– se atreve a la zona tenebrosa de esa intimidad humana que, en última instancia, esconde su parte más sagrada. Las revelaciones que hace en detalle –porque el detalle es parte de su juego estético– del oculto mundo de los seres humanos son audaces, intrépidas, temerarias. Si el psicoanálisis es indiscreto, la novela sigue valientemente sus pasos. Se arriesga a mostrarnos el desnudo y con un análisis despiadado el fondo del alma humana.

Ahora bien, el término “impúdico” aplicado a la novela, que es arte, pareciera estar fuera de tono, pues pertenece al mundo de la ética, no al de la estética. Lo mismo que el término “sádico”, que abarcaría, además, el lado clínico. Pero nosotros estamos convencidos de que muy difícilmente podríamos trazar una línea de separación entre ética y estética. Que el arte está ligado estrechamente a la conciencia moral. Así, lo que suscita nuestra emoción estética está enlazado a nuestros valores morales, inculcados desde la infancia, por una sociedad determinada.

La “catarsis” de que nos habla Aristóteles abarca ambos campos. Lo que llamamos “impudicia” sería el goce temeroso, compasivo o admirativo que sentimos por los personajes novelescos, que reflejan nítidamente nuestro profundo sentir libidinoso.

Aunque ya Boccaccio, Voltaire y Sade se han atrevido a lo prohibido —que a veces cae en lo maldito—, la novela contemporánea sigue la línea de estos autores, entre otros, y saca a luz toda nuestra naturaleza instintiva (masoquista sádica), develándonos los deseos que llevamos dentro de nuestros huesos, libre de toda imposición de toda represión. De allí su enorme éxito.

El hombre, aunque temeroso, está siempre ávido de conocer sus verdades, pero no abiertamente, sino en forma solapada, en forma de arte, en forma de novela. Aquello que no acepta sin rodeos frente a los demás, por pudor o falta de sinceridad, lo acepta en soledad, frente a un libro en el que se le revelan —y pareciera que únicamente a él— sus atrocidades y ansias ocultas.

Nuestra lectura es siempre íntima, como el amor, como nuestras confesiones. Y nos volvemos cómplices de los protagonistas de la novela que leemos, que es lo mismo que identificarse con su autor. Ser recreador implica ser cómplice o codelincuente del creador y de los personajes que este pone en escena.

margaritacarrera@gmail.com

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