PERSISTENCIA

Insolencia poética

Margarita Carrera

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La insolencia únicamente es eso, insolencia, cuando es poética. Si no alcanza lo estético, se convierte simplemente en desfachatez, grosería, zafiedad, algo que queda flotando en el ámbito como fétido gas que, por fortuna, con el tiempo se desvanece.

Y es poética cuando traspasa, inminente, el alma, provocándole desaforada carcajada, risa plena de comprensión, ternura o crítica acerba.

La insolencia es el despilfarro del buen humor, el repudio audaz de lo serio y sentencioso, a la lógica ecuánime, que resguarda, en sus recónditos confines, la iniquidad y la cobardía.

Por ello, los grandes insolentes son excelsos poetas, hermanos gemelos de los sublimes locos, pero con la salvedad de que, más afortunados que estos últimos, no adolecen, en igual medida, del peso del sufrimiento humano. Transforman, en cambio, el dolor en sana carcajada, o en sabrosa risa. Solo así se goza de la insolencia poética, alcanzada a través de las palabras (en términos morales, “malas palabras”), que cayendo en el oportuno momento inesperado, desbaratan nuestra habitual seriedad.

Lo espléndido de la insolencia es que esconde su recinto pleno de verdades, un inmenso poder, y nos reímos más de lo que los demás, de nosotros mismos, de nuestras debilidades y mezquindades.

El insolente saca a flote la crudeza de nuestra alma y nos señala, o bien su gran ternura o bien su pavorosa maldad. Y nos muestra la vida como una comedia ridícula, en la cual todos somos actores que representamos papeles de menor o mayor comicidad. Comedia que de tan infame, se vuelve necia, o de tan necia, se torna infame.

Los zarpazos de la insolencia solo se pueden soportar, con todo, paradójicamente, los humanos verdaderamente honestos. Y al decir honestos, lo decimos en el sentido de que están libres de engaños (contra sí mismos y contra los demás), y por lo tanto, viven con veracidad, sinónimo de bondad.

Los malvados, en cambio, no soportan la insolencia que desnuda sus horripilantes almas. A menudo son rufianes malhablados, insultantes y detestables especímenes alejados de lo humano, que despotrican a su antojo en contra de los humildes. Seres que vociferan, ultrajan, injurian, degradando y degradándose.

El insolente, en cambio, jamás se degrada ni degrada, no es un patán insoportable porque en su valiente espíritu no hay mezquindad oblicua, sino intrépida grandeza. Para llegar a la insolencia poética, primero se ha reído de sí mismo y de sus propias ridiculeces. No se toma muy en serio, sino, por lo contrario, sabe del sutil juego de la ironía, delicada pero tremenda arma que vuelve contra sí mismo o contra los demás.

El insolente jamás adula. La lisonja arrulladora está fuera de sus confines. Posee, eso sí, la mordaz elocuencia, el humor negro o blanco, y sobre todo, la carcajada. Y empieza, siempre, por dirigir los dardos contra él mismo. Oigamos, si no, al gran insolente de Quevedo cuando hace su propia presentación, “pidiendo plaza en una academia”. En primer lugar, se llama a sí mismo “cofrade… de la Carcajada y Risa” y luego de decirse “hijo de algo, pero no señor”, nos afirma que es “hombre dado al diablo y prestado al mundo y encomendado a la carne”, pero “poeta sobre todo”.

Viniendo al siglo XX, ¿qué decir de la tormentosa furia insolente de los Dadaístas y sucesores en Europa y América? Aún más, acercándonos a lo nuestro, ¿podemos negarle poesía a las desafiantes Huelgas de Dolores, sobre todo aquellas que iniciaron la carcajada insolente en contra del ejército y del imperialismo yanqui? (añadiendo que, en las Huelgas de Dolores, la insolencia poética se da no solo a través de la palabra, sino de las impactantes imágenes que caen dentro del mundo de las artes plásticas, y, aristofánicamente, de la actuación teatral).

margaritacarrera1@gmail.com

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