SIN FRONTERAS

La Casa de la Once

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Transito por la parte baja de la década cuarta; ahí, justo a la mitad de la vida. Al menos eso quisiera pensar. Pero incluso ahora, recuerdo las tardes de sábado en los pasillos de la casa de la abuela. Una casa vieja y sobria posada en el señorío del barrio de La Merced. La Casa de la Once, le llamamos en familia. El comedor adornaba el lateral del primer patio. Desde adentro, por la ventana, la lámina rojiza se veía contrastar el azul del cielo nuestro. Allí, en sus pasillos, entre juegos de primos y el ladrido de unos chuchos, presencié sábado a sábado las eternas discusiones políticas del viejo y sus hermanos. Con puntualidad acompañaban unos fieles allegados. Ilustrados, universitarios de cepa pura, en su mayoría de la clase media, que vivieron añorando las bondades de la Revolución.

Un collar de reina colgaba del tejado, sus pétalos naranjas tapizaban el cemento resquebrajado. Entonces, la edad me limitaba apreciar las discusiones. Pero en mirada retrospectiva, impregnadas en algún lugar quedaron, y forjaron principios de un linaje… una herencia. Violarlos sería una traición a la familia, que entre pláticas construía tal vez una utopía, un país de civiles, impulsado desde la academia y el humanismo. Un fuerte humanismo. Un país diseñado para todos por igual.

Niños aún, los primos tomábamos refrescos de cola en taza, para presumir de que tomábamos café. Café que estaba reservado para las tías, quienes en ese entonces, se atrincheraban lejos de la mesa del comedor; esa mesa alargada, inmersa en una nube de humo de cigarrillo, que se hacían pasar con ron. Y de nuevo, en ese ambiente espeso, danzaban juntos humo, música clásica y los lenguajes de los inconformes, despiertos y concientes del camino de su país.

Por razones familiares, cuando tenía seis, interrumpimos las visitas a la once. Cuatro años expatriados nos llevaron a un pueblo pequeño al norte de Inglaterra. Allí conocí y crecí de momento en otro mundo. Uno que, entre otras cosas, funciona. Quizá por eso me intriga la vida del migrante. Porque un día yo también fui uno. Uno a quien le tocó regresar a conocer de nuevo el trópico, con sus bondades y sus fallas. A la Guatemala de 1983, donde redescubrí el verde, el sol, el sabor del mango, los mendigos en la calle y el sonido de un golpe militar.

Y descubrí de nuevo la vida en familia. Volvieron las largas tardes de sábado en la once. Hoy, muchos de sus cofrades ya partieron. Pero si volvieran y presenciaran lo de ahora, los ánimos se volverían a encender, y maldecirían indignados al sistema. Y las voces elevadas y las risas se harían escuchar de nuevo desde ese comedor. Luego, seguramente, afloraría la tristeza por un país rehén de sectores obstinados con estancarlo. Descifrarían la mutación del poder oculto; oculto de una mayoría que no tiene armas para discernir.

Hoy, quiero pensar que Guatemala se encuentra en una intersección. Los esfuerzos por limpiarla comandados por un puñado de valientes. Entre ellos, un osado colombiano que nos insta y nos implora a tomar riendas propias del país. Y tengo en mente que para ello es necesario conocer de dónde se viene. Pues no es cierto que para todos lo sea todo el dinero y el poder, y los debates pierden sentido al no tener claro lo que a cada quien motiva. Hay lugares y memorias que refugian los ideales, y de donde surgen los principios por los que vale la pena luchar. Refugios. Cada quien tendrá el suyo, un llegar de vuelta a casa. Y es válido exponerlos para emprender con claridad nuestro camino. Para mí, es irónico ahora, que al buscar en la memoria esa trinchera, aparezca esa casa vieja de la once. Un lugar donde no participé; pero donde, en silencio, sin conciencia y sin permiso, me quedó impregnada la sustancia de un legado familiar.

ppsolares@gmail.com

ESCRITO POR:

Pedro Pablo Solares

Especialista en migración de guatemaltecos en Estados Unidos. Creador de redes de contacto con comunidades migrantes, asesor para proyectos de aplicación pública y privada. Abogado de formación.

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