PERSISTENCIA

Lo femenino en el arte y en la vida

Margarita Carrera

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El alma femenina se gobierna, indudablemente, por las emociones, por el sentir más que por el simple pensar. Es apasionada, violenta, irracional ilógica, categóricamente absurda, vorazmente incontrolable. En vano se le quiere someter a las leyes más severas, controlar sus ímpetus desaforados. Ella se levanta, cuando menos lo espera, como descomunal ola que todo arremete, que ante nada se arredra.

Su mundo, por muy ordenado que parezca, por muy metódico, y disciplinado, es un mundo de desasosiego, de inconformidad, de fuego. Hecho de pasión, o lo que es lo mismo, de carne, de hueso. Quien se acerca a la mujer se acerca siempre al amor mismo, por lo tanto, a la vida.

Todo lo da, pero también todo lo arrebata. Como la tierra y el mar. Es pacífica y violenta, acre y dulce. Si le abandona el ser amado, temible, su furor no conoce límites. Ya lo dice Medea: “A temores propensa la mujer siempre. No quiere luchas, se espanta del acero… pero ¡que no se le toquen el lecho conyugal; no hay entonces un alma más sedienta de sangre!”.

Ernesto Sábato reafirma la vinculación de la poesía y el arte con el alma femenina: “Y, en efecto, ¿qué más femenino que el arte, aunque (o porque) sea realizado por hombres?…”

Porque ninguno, como la mujer, es el instinto mismo, la intuición, la inconsciencia, el amor en su grado excelso o catastrófico.

Platón, al hablar del amor, hace que Sócrates, en El banquete, confiese que lo que sabe de este sentimiento como de “otras muchas cosas” se lo debe a una mujer llamada Diótima: “Ella fue mi maestra en cosas del amor”. Y si Diótima es quien da lecciones de amor de manera tan excelente al comedido aunque descomunal filosófico, ¿no es porque ella por experiencia propia ha conocido todas las fases del amor, y por lo mismo sabe de su íntima conexión con el arte que encierra en “su núcleo capital toda clase de apetencias por los bienes y por la dicha”? Claro que el discreto Sócrates vuelve un poco masculinas las palabras de Diótima al quererle dar al amor cierto sesgo razonable. Porque, ya lo sabemos, el amor entiende un poco o casi nada de razones; es médula, saliva, y ello está más allá de toda lógica mesurada.

Nadie, pues, como el alma femenina para sentir el arte que, en última instancia, siempre es profundo amor. Aunque la mayoría de las veces no logre expresarlo a través de una obra como lo hace el hombre. Ella simplemente lo vive, y con intensidad inigualable. Puesto que es la vida misma la que la gobierna, esa vida caótica y desajustada, infernalmente instintiva.

Y vibra, infinitamente, en la ventura como en la desventura. Su rostro refleja, como la música, la poesía, la pintura, las emociones más profundas. Verla dolida o feliz es contemplar cualquier obra viva de arte supremo.

Por lo cual no podemos dejar de revivir los eternos caracteres de las grandes mujeres griegas, fruto de la inspiración de los varones Esquilo, Sófocles, Eurípides. Ahí están, repitiéndose una y otra vez en la historia de la humanidad, Medea, Yocasta, Electra, Clitemnestra, arrasadas por las temibles pasiones, de nuestros instintos irrefrenables, de los calamitosos deseos impostergables.

El alma de la mujer encierra, entonces, vida y arte desbordantes. Podríamos afirmar que el arte es el alma de la mujer modelada por el espíritu del varón. Siendo, aquí, alma sinónimo de pasión y espíritu, de razón. Ciertamente, como dice Sábato: “El artista sería una combinación de la conciencia y razón del hombre con la inconsciencia y la intuición de la mujer”.

margaritacarrera1@gmail.com

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