LA BUENA NOTICIA

Lo mataron; ahora vive en su pueblo

Víctor M. Ruano

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Era lunes aquel día  24 de marzo de 1980. Hoy que se cumplen 38 años del fatídico hecho, un conjunto de parroquias agrupadas en el decanato que lleva su nombre, de la Diócesis de Jutiapa, se reúnen en Conguaco para agradecer el don de su canonización.

Mientras presidía la Eucaristía, un sicario asesinó a Mons. Óscar Arnulfo Romero, “el Padre de los pobres” y arzobispo de San Salvador. Quienes planearon y ejecutaron su muerte, porque les resultaba incómoda su presencia, creyeron que lo eliminarían para siempre, pero se equivocaron, porque ahora vive en su pueblo, que lo celebra como el pastor bueno que entregó la vida al estilo de Jesús; como el profeta audaz que dijo la verdad a las elites políticas y económicas, empresariales y militares, religiosas y sociales; y como pregonero del Reino que animó la esperanza de los empobrecidos sometidos a condiciones de vida indignas a causa de la injusticia institucionalizada en El Salvador

Mientras los pobres parecía que quedaban huérfanos ante el execrable crimen, las elites de ese país se ensañaban en su odio enfermizo contra aquel hombre humilde y auténtico por el que “Dios ha pasado por El Salvador” (Ignacio Ellacuría), pues una vez asesinado “fue difamado, calumniado, ensuciado. Su martirio se continuó incluso por hermanos suyos en el sacerdocio y en el episcopado”, tanto de su mismo país y otros, como de la curia Vaticana. (Papa Francisco).

Estos sectores eclesiásticos de la intriga y sospecha son los mismos que frenaron la recepción creativa y esperanzada del Vaticano Segundo, plasmada en los acontecimientos de Medellín (1968) y en Puebla (1979); rechazaron la genuina Teología de la Liberación estigmatizando la genialidad de sus pensadores; eclipsaron la opción preferencial por los pobres, olvidando su matriz cristológica; y obstaculizaron una nueva manera de reproducir el modelo de Iglesia soñado por Jesús y cuya mejor expresión se visibiliza en las Comunidades Eclesiales de Base (CEB).

De modo que Mons. Romero “después de haber dado su vida siguió dándola dejándose azotar por todas esas incomprensiones y calumnias”, les dijo el papa Francisco a más de 500 salvadoreños que fueron al Vaticano para agradecerle el don de la beatificación. (30 Oct. 2015). Además, les dijo: “eso da fuerza, solo Dios sabe las historias de las personas y cuántas veces a personas que ya han dado su vida o han muerto se les sigue lapidando con la piedra más dura que existe en el mundo: la lengua”.

Dada la realidad en la que vivió y ejerció su ministerio pastoral, la figura de Mons. Romero emerge con más fuerza como un mártir de la justicia en el contexto de una situación de injusticia social generalizada, aunque algunos quisieran verlo más como un mártir del amor, “edulcorado”, para contrarrestar la dinámica transformadora de sus palabras como aquellas que pronunció un día antes de su inmolación: “Queremos que el Gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre. En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”.

Al igual que los salvadoreños, los demás pueblos centroamericanos en la tenaz lucha contra los corruptos y ladrones que cooptaron el Estado y son la principal causa del empobrecimiento de la población, tienen por delante muchos desafíos. Ante todo, sigue necesitando del anuncio evangelizador que libera y promueve la vida de las persona y de los pueblos, que permita testimoniar la auténtica vida del Evangelio, que ayude a favorecer la promoción y el desarrollo de todos “en busca de la verdadera justicia, la auténtica paz y la reconciliación de los corazones”.

pvictorr@hotmail.com

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