CABLE A TIERRA

Los discursos del poder

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¿Por qué a ciertos sectores de la sociedad, la élite económica organizada en particular, sus órganos satélites, sectores religiosos que gravitan alrededor del gobierno actual y parte de la clase media urbana, especialmente la de la Ciudad de Guatemala, les cuesta tanto plantearse una sociedad incluyente y más equitativa como posibilidad deseable para sacar a nuestro país de la crisis política y social en que está inmersa?

¿Por qué prefieren persistir en un ordenamiento social que no reconoce el hecho ineludible de que, concomitante a la diversidad cultural de la que sí hacemos gala a la hora de la propaganda turística, de empaquetar productos “nostálgicos”, diseñar moda y tantas otras actividades económicas o promocionales, hay gente concreta, comunidades, pueblos que tienen formas de vida, cultura y mecanismos propios para resolver en lo cotidiano asuntos a los que el sistema occidental de justicia guatemalteco ni siquiera atención les pone?

No se olvide además de que contar con formas de justicia indígena en el nivel comunitario ha sido también un conveniente mecanismo de auto-regulación desde tiempos de la Colonia a la fecha, permitiendo, en la misma lógica que la coexistencia entre el latifundio y el minifundio, que el conjunto del sistema funcione para unos pocos —o ha funcionado así, hasta hace muy poco tiempo—

Por tanto, el reconocimiento constitucional al sistema de justicia indígena que existe de hecho, y que se aplica a escala comunitaria, es, en primera instancia, una reivindicación de nuestra naturaleza histórica multicultural, pero ya no por condescendencia, sino a partir de la voluntad expresada por sujetos ciudadanos que exigen ya no ser tratados más como objetos folclóricos. Sujetos que piden que esa tonada de “pluricultural y multilingüe” ya no se quede solo del diente al labio, sino se traduzca en cambios sustantivos y nuevas formas de relacionamiento mucho más equitativas entre indígenas y ladinos.

Por razones de nuestra historia, en Guatemala no se logró consolidar la unicidad de identidad cultural que se impuso en otros países de la región. Acá, mantener las diferencias étnico-culturales y profundizarlas fue la base de la construcción de la sociedad desigual que tenemos. Por eso irrita, por eso descompone y toca la emotividad de muchos, y de manera muy profunda, este legítimo reclamo de reconocimiento en nuestra Constitución, porque nos saca del enmarque del “indígena” tutelado y subordinado, al cual se está acostumbrado.

La Guatemala plural da miedo a algunos, porque pueden perder privilegios. Ciertamente, todos tendríamos que reacomodarnos porque las desigualdades son abismales, causan hambre, pobreza y violencia. Pero como yo, hay muchos que le damos la bienvenida a esa posibilidad, porque estamos convencidos de que una sociedad que usa la diversidad étnico-cultural solo para su conveniencia, mientras excluye a la mayoría de sus miembros de las oportunidades, terminará por destruirnos.

Necesitamos unidad, pero construida a partir de la equidad, de la inclusión y del respeto a las diferencias; no de la subordinación de unos sobre otros. El trabajo articulado del MP, Mingob y Cicig ha permitido que constatemos cuán profundas son las raíces de la opacidad, la corrupción y el tráfico de influencias en el sistema oficial de justicia y lo urgentes que son las reformas constitucionales para poder quitar las barreras que ahora protegen a los corruptos. Pero nos deja ver también más allá: al hecho de que aún sin corrupción tenemos un modelo de Estado caduco que, en lugar de ser soporte para el desarrollo, se ha vuelto parte del problema.

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