CATALEJO

Nada debe ser ilimitado. Incluso los derechos

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Dos acciones claramente terroristas han sido conocidas en menos de 36 horas por los guatemaltecos. Primero, la cometida por mareros en el Hospital Roosevelt para rescatar a otro de ellos, un criminal peligroso condenado por numerosos asesinatos. Segundo, el demencial ataque perpetrado ayer en La Rambla, uno de los lugares turísticos más importantes de Europa y ciertamente de España, poco tiempo después reivindicado por un grupo fanático religioso musulmán del cual no se había escuchado antes. Ambos tienen varias similitudes, de las cuales destacan sobre todo el salvajismo de los hechores,  así como la evidente planificación. En total, 20 personas perdieron la vida. Allá, turistas de numerosos países y españoles. Aquí, guatemaltecos.

Al horror causante de rechazo por ambos hechos, deben unirse las necesarias meditaciones para buscar los motivos. En uno, la simple criminalidad desatada. En el otro, el fanatismo religioso, el peor de todos, como se ha demostrado a lo largo de la Historia en todas las épocas. Se cumple a cabalidad un hecho: la otra motivación para actuar en el nombre de cualquier divinidad radica en asuntos mundanos políticos, como guerras de conquista. Pero también es necesario enfrentar realidades evidentes a fin de efectuar los cambios necesarios a determinados conceptos considerados inamovibles. Uno de ellos, aquello hoy en día conocido con el nombre genérico de derechos humanos, para evitar convertirlos en un escudo para delincuentes y fanáticos.

Es necesario ir más profundo. Un ser humano debe tener la libertad de renunciar a un derecho, porque no es una obligación. (Votar en las elecciones, por ejemplo) Pero al mismo tiempo determinadas acciones de alguien pueden, deberían, provocar la pérdida o al menos la reducción de ese derecho, y esto —no hay más remedio— debe incluir el de la vida, cuando tal manera de actuar tiene determinadas características, entre ellas haber convertido al hechor en un ser inhumano, antihumano, por cometer u ordenar múltiples asesinatos, secuestros y demás crímenes cuyos afectos se ensañan en personas inocentes. Todo esto lleva al tema de la pena máxima, enormemente controversial, en países de diferentes culturas y realidades sociales.

Estamos hablando entonces de reconocer algo también controversial: los derechos, como las libertades, no pueden ser absolutos. Cuando se les analiza desde una perspectiva distinta, es posible llegar a una conclusión: solo funcionan cuando se les colocan límites. Estos pueden ser conceptuales, como es el caso de las religiones, o legales, dentro de esquemas de derecho según los preceptos de la cultura occidental, o incluso en la tradición o en el derecho consuetudinario o de culturas no occidentales, del cual se derivan a veces normas mucho más sólidas. Este sustrato de pensamiento filosófico es indispensable para poder afianzar los argumentos derivados de situaciones de mucha carga emocional, como los dos atentados señalados hoy.

Las sociedades tienen, entre sus fines, proteger a la mayoría de sus miembros de aquellas acciones humanas causantes de rompimiento o el resquebrajamiento social. En todo el mundo el Estado moderno tiene esa obligación, incluyendo las culturas donde la violencia es permitida, por no decir apoyada. Se puede y se debe aplicar el criterio ético de buscar el bien de la mayoría y por ello actuar de manera enérgica cuando integrantes de una minoría le causan daño al resto. Se debe empezar con la limitación de determinados derechos, como es el de sospechar de cualquier acción de los multicriminales, como ir a un examen médico de rutina, por ejemplo. En Guatemala, cumplirlo le costó la vida a 7 inocentes. No puede ser.

ESCRITO POR:

Mario Antonio Sandoval

Periodista desde 1966. Presidente de Guatevisión. Catedrático de Ética y de Redacción Periodística en las universidades Landívar, San Carlos de Guatemala y Francisco Marroquín. Exdirector de la Academia Guatemalteca de la Lengua.