PERSISTENCIA

Negación de la vida a la afirmación del arte

Margarita Carrera

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Leyendo a novelistas hispánicos y no hispánicos, notamos que el simple relato, la anécdota, pesa en forma tan agobiadora, que el sentir y el pesar no cuentan. A cambio está la expectativa deslumbrante del acontecimiento y la voz que quiere ser canto. Y, o nos conformamos con la distracción novedosa del relato y con las bellas palabras armoniosamente engarzadas (que una vez cerrado el libro, se desvanecen en su propio ocaso), o vamos a la búsqueda de otras novelas que sobrepasen el simple narrar, llevándonos a los ignotos mundos de la emoción y de la reflexión.

La corriente expresionista de principios del siglo XX afirmaba, dentro de sus postulados, que “a los problemas estéticos anteceden los problemas del alma”. Nosotros creemos que este postulado ha estado vigente en toda gran literatura. Homero, Virgilio, Dante, Shakespeare, Goethe, Cervantes… rebasan el simple acontecer y nos trasportan, con su lenguaje desmesuradamente espléndido, hacia nuestra insospechada y patética alma.

Pero pareciera que solo se entra intensamente al mundo del arte cuando se sufre. Ya Freud hace una aseveración fatal: “Puede afirmarse que el hombre feliz jamás fantasea, y sí tan sólo el insatisfecho”. Nosotros agregaríamos a estas palabras, otras, bastante comprobables: tampoco el hombre feliz se asoma a la fatigosa reflexión. Su sentimiento de felicidad es tal, que anula toda necesidad compensadora de pensar para ser. Simplemente vive y goza, y ello es suficiente para sentirse en estado de gracia.

En verdad que es envidiable tal espécimen humano que logra alcanzar la dicha en esta vida y se entrega a ella con plenitud sobrecogedora. A él se acercan algunos narradores que piensan lo mínimo, escriben sin mayor esfuerzo, y viven lo máximo. No serán poetas excelsos, pero sí hombres felices.

Nos preguntamos, ¿Qué vale más en nuestro tránsito por la vida? Hay quienes responden sabiamente: “es más difícil vivir que escribir”. Y claro, no podemos dejar de encolerizarnos ante el reto de la vida de un García Márquez, escalador de fortunas literarias, exhibicionista audaz, frente al taciturno y desmesurado claudicador de la vida de un Jorge Luis Borges, que ha llegado a los más altos confines de la literatura universal, pero a cambio de su infinito padecer, de su inagotable bucear en las aparentemente juguetonas pero terroríficas regiones de su alma.

Y los que amamos la literatura, quizá por no haber aprendido a vivir, nos inclinamos a las nocturnas palabras, breves y atroces de Borges, para alejarnos, mareados, del palabrerío cantarín y retumbante de García Márquez.

Se dirá: masoquismo. Responderemos que no es solo eso, si bien es eso. Hay algo más: ansia de ser a través del simple vivir. Y, así, son los condenados los más grandes escritores, los que perduran por el don natural de liberarnos de nuestras agudas tensiones y transmutan lo material en espiritual.

Están, pues, “los noveleros” o narradores que operan desde afuera y bailotean y cantan y divierten; y están, también, los poetas descomunales que operan desde adentro, desde ellos mismos, y piensan y sienten y fantasean con su dolor que parece conducirnos —si no al esplendor de la felicidad vital— a nuestra caduca pero sublime humanidad.

Hablando de la animalidad, sinónimo de felicidad, y la ambicionamos, pero jamás para el campo de la literatura (hecha para el “pathos”, el sueño y la muerte) sino para la vida misma, para su instante insustituible, para su entrega al amor pleno y al deseo satisfecho.

De la negación de la vida pasamos a la afirmación del arte. Por lo menos, para nosotros que no somos los otros. Cabe con la mayor sinceridad, la envidia hacia aquellos que se afirman en la vida, aunque se falseen en el arte.

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