EDITORIAL

Una cadena de imprudencias

Lo que debía ser el reemplazo del concepto de hogar para jóvenes desamparados se ha convertido en la peor pesadilla para decenas de familias, pero también en un mayúsculo desenmascaramiento de la precariedad de un Estado marcado por la negligencia, la corrupción y la indiferencia que afloran de las cenizas de una de las más terroríficas tragedias, cuyo número de víctimas ya es de 34.

El albergue Virgen de la Asunción, porque no era un hogar ni mucho menos seguro, se erige ahora como el ícono de la degradación de un Estado, carente de liderazgo o de figuras capaces de arremeter contra ese desgaste institucional cuya máxima expresión de abandono hoy se traduce en muerte, donde resultan inconcebibles los límites de irresponsabilidad y de permisividad ante los excesos denunciados.

Sobre ese virtual reclusorio existían varias advertencias y todas fueron ignoradas por la mayoría de autoridades que tuvieron en sus manos la posibilidad de evitar el fatal desenlace y de frenar los abusos que lo provocaron, de los cuales también hay señalamientos que apuntan a la participación de autoridades de ese centro y hasta de agentes policiales.

El Ministerio Público también recibió varias quejas sobre los excesos cometidos en contra de los adolescentes, pero tampoco hubo un seguimiento a los hechos y las cosas fueron empeorando hasta el trágico incendio, cuyo mayor impacto recae sobre las instituciones públicas, por su clara muestra de negligencia.

La Procuraduría de los Derechos Humanos fue la entidad más activa en denunciar las condiciones miserables y criminales prevalecientes, pero probablemente también se haya quedado corta en su insistencia, pues las condiciones de abuso en ese refugio demandaban la inmediata atención de autoridades ajenas a él, como la Procuraduría General de la Nación, que tampoco cumplió con su responsabilidad ni puso el empeño observado para el funcionamiento de la portuaria.

Ese cúmulo de irregularidades hace obligada la más seria investigación para deducir las responsabilidades, y esto empieza por quienes tenían a su cargo la custodia de los menores, que serían además los primeros sindicados de cometer abusos contra las jovencitas.

Pero también el Gobierno debe responder por el papel que la Secretaría de Bienestar Social jugó en la tolerancia de condiciones infrahumanas para quienes estaban bajo su responsabilidad y que sin ser criminales recibían un trato similar al de las cárceles del país, con el agravante de que probablemente con su aval ocurrían otros ilícitos.

Si durante los últimos meses habían aumentado sensiblemente las fugas de ese lugar, eso debió motivar la suficiente preocupación para indagar sobre las causas, pero de nuevo el factor corrupción tuvo mayor influencia para que nada cambiara y continuara la marcha ineludible hacia el desastre.

La incapacidad del Estado se pone una vez más de manifiesto, aunque la negligencia en este caso se traduce en la trágica pérdida de vidas de jóvenes a quienes la adversidad, la indolencia y la anomia gubernamental les dieron la espalda.

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