CABLE A TIERRA

Sin agua no hay vida

Esos que en el diario no despiertan interés. Somos de quienes el presidente se mofa; los que ofrece como “mano de obra barata” para ir a construir muros que dividen a la humanidad. Nos miran con desprecio; tanto, que no merecemos ni siquiera un salario mínimo; Nos llaman “malagradecidos” por no aceptar dócilmente tan grácil concesión, mientras forran sus bolsas de billetes humedecidos con nuestro sudor. Sobre nuestras espaldas se construye la “competitividad” del país. Sí, esa que se disfruta en céntricas oficinas con ventanales que no dejan ver a sus inquilinos las tierras yermas o los soterramientos en las minas, ni dejan pasar tampoco los hedores del orín o peor, el de los miles de peces muertos del río La Pasión; ¿se recuerdan? Aquellos que murieron asfixiados por la avaricia humana dorada con aceite de palma.

Los ríos son como las arterias de la Tierra. Nos dan vida —y con ella la esperanza—. Están putrefactos o se están secando; han desviado sus caudales para alimentar con sus aguas la dulce obesidad en las ciudades. Dicen que también es para generar “energía limpia”. ¡Qué bonito! Si tan solo nosotros, los que vivimos a sus orillas, pudiéramos encender siquiera un pinche foco.

Cada vez hay menos agua para el campo; pronto no la habrá tampoco para la ciudad. Pregúntenle a las munis cuán profundos tienen que ser ahora los pozos. A su vecina, ¿cuánto le cuesta llenar su cisterna, su tonel? Ni la hermosa zona 15 se salvó de su dosis de diarrea. ¡Cada día, campo y ciudad nos parecemos más, ante la ausencia de un Estado fuerte y que sepa cumplir su papel en la sociedad! Pero tal vez así, cuando vean sus ojos urbanos reflejados en los de quienes vienen tostados por el sol que abrasa al caminar, dejaremos de serles invisibles y podremos —finalmente— unirnos en un solo pensar y sentir.

De tan solo imaginarlo, muchos se ponen a temblar. Saben que si unimos nuestros pies y acompasamos nuestro andar; si dejamos las trincheras, las peleas y divisiones para tomar juntos por el mismo camino, dejaremos de ser invisibles, para tornarnos en invencibles. Por eso no les gusta que caminemos, que nos encontremos. ¡Lástima, porque aquí estamos! Los invencibles ya vienen y no hay vuelta atrás. Marchan los pies del campo y a ellos se unirán cada vez más pies de la ciudad. Caminaremos juntos y retumbarán las montañas. Paso a paso, con cada metro sobre el tórrido asfalto, insistiremos en forjar otra clase de porvenir.

“Que marchar no sirve de nada” —dicen—. “Que la Plaza tampoco”. Pero yo, en cambio, veo que cada encuentro nos saca un poco más del aislamiento; nos amplía el entendimiento. Pinchamos las burbujas para extender nuestras manos y encontrarnos unos con los otros. En parte tienen razón: marchar y congregarnos en la Plaza a exigir nuestros derechos son meros balbuceos de ciudadanía. ¿Pero, quién ha hablado bien, sin antes balbucear? Pocos caminan sin antes gatear.

En agosto 2015, campo y ciudad, empleados y empresas, nos unimos para terminar de sacar a un presidente corrupto de su poltrona. Este viernes 22 entran las columnas de caminantes que vienen de todos los rincones del país. No vienen solo por ellos; vienen por todos nosotros. ¡El derecho al agua es la diferencia entre la vida y la muerte! Sin ese derecho vital, ya no solo serán peces, sino seres humanos quienes caigan muertos por millares. La Marcha por el Agua es una marcha por la vida, pero por la vida de todos, no solo la de algunos. Es seguir caminando juntos, dando un paso más por el rescate del país de las manos de quienes solo ven el derecho de su nariz.

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