Revista D

Expedición hacia La Danta

Los rayos solares caen con fuerza sobre la espesa selva tropical del norte de Petén. Allí, lejos de cualquier rastro de civilización moderna, tres hábiles arrieros jalan a casi una veintena de bestias de carga, cuyos cascos hacen un particular sonido cuando chocan contra el suelo seco y agrietado. Sobre sus lomos llevan grandes provisiones de agua, alimentos y equipaje, lo suficiente para que 18 personas sobrevivamos en medio de la biosfera maya por cinco días, sin comunicación alguna con el exterior.

Hernández muestra el friso de los héroes gemelos del Popol Vuh.

Hernández muestra el friso de los héroes gemelos del Popol Vuh.

El destino final: la Cuenca El Mirador, antigua capital del Reino Kan; el Reino de la Serpiente, cuya dinastía gobernó por más de 200 años, en el Preclásico, gran parte de las antiguas ciudades que hoy se encuentran en el actual Petén y el sur de Campeche. En esa área se ubica la pirámide de La Danta, de 72 metros, que la convierten en la estructura más alta del mundo maya.

Día primero

La travesía hacia aquella recóndita zona arqueológica es dura. Un caluroso martes de abril, a las 6.30 horas, partimos en caravana de vehículos todoterreno a la aldea Carmelita, en San Andrés, a 63 kilómetros de Flores, Petén. En ese lugar terminan las carreteras. A partir de allí el trayecto solo se puede hacer a pie o a lomo de mula.

“Para la caminata lleven consigo únicamente lo necesario”, advierte en repetidas ocasiones Emilio Faillace, guía líder de la expedición. “Todo lo demás lo cargarán las mulas”.

Pocos imaginamos la realidad de aquellas frases. Por eso, al principio, muchos llevábamos sobre nuestras espaldas mochilas con zapatos, una mudada, medicina, un pesado equipo de fotografía y de televisión y pachones con agua.

Alrededor de las 9.30 horas nos adentramos en el bosque prácticamente virgen. Observamos enormes cedros, caobas, chicozapotes —de estos se extrae el chicle— y palmas de diferentes especies como el xate, con el que se hacen arreglos florales. Un árbol curioso es el chechén (Metopium brownei), el cual hay que evitar tocar, pues tan solo una gota de su savia causa quemaduras de primer o segundo grados. El antídoto, sin embargo, es la resina del chacá (Bursera simaruba).

Transcurrida media hora se empieza a tomar conciencia de que no hay vuelta atrás. Hay que seguir. Caminar y caminar sobre un interminable sendero escarpado. La temperatura aumenta. El aire sopla por momentos. El color verde nos rodea. Ahí vivían los antiguos mayas. En esos lugares forjaron su impresionante civilización.

Transcurrida hora y media llegamos al sitio arqueológico La Florida, cuyo mayor florecimiento se dio en el periodo Clásico (250 a.C.-900 d.C.), donde se fabricaban y comercializaban herramientas de pedernal.

Al poco tiempo, otra extenuante caminata de una hora y media hasta llegar a un campamento, donde almorzamos. Los pies empiezan a doler. También la espalda. La ropa pierde su limpieza a causa del sudor y la tierra. Al principio, eso importa, quizás por las costumbres citadinas. Con el tiempo, el glamur desaparece.

En ese lugar los cocineros de la expedición nos ofrecen sandía y melón. “Yo no como frutas ni bebo agua”, dice Ligia Quezada, una turista. La sed, sin embargo, la hizo cambiar de opinión. “Nunca había sentido tan rica una sandía ni tan refrescante el agua”, comenta mientras tomamos un descanso en el suelo, compartiendo sitio entre hojas secas, arañas —algunas del tamaño de un puño—, hormigas rojas, garrapatas y demás bichos desconocidos para el ojo inexperto. Los zancudos, por suerte, no aparecen por ningún lado, pues en el verano no molestan. En el invierno, en cambio, son insoportables.

Una hora más tarde reiniciamos la marcha; esta vez con menos carga sobre las espaldas. En ese momento comprendimos a Emilio: “Lo necesario solo es el agua”.

Así, pues, nos enfilamos hacia El Tintal, el sitio arqueológico más saqueado del Reino Kan. Allí se han identificado hasta dos mil 500 trincheras. “Quién sabe qué habrán encontrado acá”, lamenta el arqueólogo Enrique Hernández. “Esa información, quizás, se ha perdido para siempre”.

Después de tres horas continuas de camino llegamos a ese enorme complejo de pirámides, muchas aún camufladas en forma de montículos. En el área hay alrededor de 850 edificios que incluyen grupos de patrón triádico, la Acrópolis, un campo de juego de pelota, palacios y un foso artificial que rodea la ciudad y que garantizaba el abastecimiento de agua. Esta ciudad experimentó un notable desarrollo durante el Preclásico Tardío (350 a.C. al 150 d.C.) y el Clásico Tardío (600-900 d.C.).

Ya bastante cansados, aún queda hacer un último esfuerzo: subir al templo Henequén, de 49 metros de altura. Hay que cuidar cada paso. Ir peldaño por peldaño. En la cima, la vista es impresionante; el bosque parece interminable. El color verde se extiende en el horizonte y solo es interrumpido por el anaranjado del ocaso. Las nubes se tornan moradas. Desde allí se admiran, como diminutas islas, las pirámides de El Mirador y Nakbé. En la mente cruzan varios pensamientos. Uno de ellos: “Aquí estuvieron algunos de los máximos jerarcas de una de las civilizaciones más avanzadas de la antigüedad”.

El fotógrafo Luigi Coguox captura una retahíla de imágenes hacia los cuatro puntos cardinales. “El ocaso desde Henequén hace que toda esa forzosa caminata valga la pena”, afirma.

Ese primer día caminamos 24 kilómetros. Y aún falta mucho viaje.

Retomar energías

Allí, en El Tintal, pasamos la primera noche. Las carpas hay que mantenerlas bien cerradas, para evitar que se cuelen los alacranes, unas grandes cucarachas o cualquier otro insecto, o una sorpresa aún mayúscula, como una serpiente barba amarilla, de las que abundan en la selva petenera.

Una vez asegurado todo, se puede descansar. Todo es silencio y misterio. Esa tranquilidad solo se interrumpe por el vaivén de las ramas de los árboles y por el ruido de las lechuzas y otras aves.

A eso de las 6 horas abren los ojos los primeros exploradores. Tomamos un sustancioso desayuno y, después, iniciamos una caminata de siete horas en un bosque con una pesada humedad. El consuelo es que al finalizar habremos llegado al campamento del sitio arqueológico El Mirador, esa zona que fue descubierta en 1926 por F. Vans Agnew y Enrique Shufeldt, de una compañía chiclera, y que en 1937 fue explorada por Silvanus Morley. Luego, en 1962, el arqueólogo Ian Graham levantó un mapa arquitectónico del sitio. Las investigaciones en profundidad, sin embargo, empezaron hasta 1989, bajo la dirección de Richard Hansen, de la Universidad de Idaho.

Así, pues, reiniciamos la travesía. “Vamos sobre un sacbé—calzada— que se extiende por 30 kilómetros; antiguamente comunicaba a las ciudades de El Tintal con El Mirador”, explica el arqueólogo Hernández.

Resulta impresionante saber que estamos en un camino construido hace cientos de años. Era tan grande que, en algunos puntos, se ensanchaba hasta los 40 metros. También es difícil imaginar cómo los antiguos soportaban pesadas cargas sobre sus espaldas. ¿Caballos? Para nada. Esos animales arribaron hasta que los conquistadores españoles llegaron a tierras americanas.

En el trayecto descubrimos los cinco tipos de bosque subtropical —zapotal, palmera, ramonal, tintal y cibal—, en medio de una abundante fauna que se puede mirar, oír o adivinar. Entre ellos se cuenta una gran variedad de aves —pájaros carpinteros, búhos, tucanes, pavos ocelado, loros, gavilanes, halcones, etc.—, así como ciervos, venados o jabalíes. Pero son los jaguares los que obsesionan nuestras mentes y pueblan nuestras conversaciones, pero estos se esconden de la mirada de los hombres. Sus hábitos, además, son nocturnos. En una oportunidad, sin embargo, hallamos cerca del sendero la huella de uno de estos felinos, “todavía fresca”, según un guía.

Transcurridas unas cuatro horas, “colapsan” varios integrantes del equipo: sus pies están lesionados. Antonio Centeno, uno de los guías, cortó una pequeña rama con espinas bastante duras y destripa, una a una, las ampollas de varias personas, quienes solo mitigan el dolor al cerrar los ojos, con un gemido o una risita nerviosa. Después de eso cuesta mucho más caminar, por el golpe continuo contra el suelo.

En esos momentos cabe la posibilidad de montar una de las mulas. Algunos lo hacen, pero, en definitiva, no son cómodas. La mayoría tolera estar sobre sus lomos por 30 o 45 minutos. No más, pues duelen la espalda y la entrepierna. Pasado ese tiempo es preferible seguir machacando los pies.

El sendero se siente cada vez más largo. Las empinadas son más difíciles. A algunos les tiemblan las piernas. Otros sufren con el calor y la humedad. Solo refresca el agua, pese a que sale tibia de los pachones.

Saúl Blanco Sosa, otro de los guías líderes, cuenta que hizo esta expedición por primera vez en el 2010. En ese viaje escribió un diario. Su primer apunte fue: “¿Qué jodidos estoy haciendo aquí?”

Un pensamiento similar cruza mi mente. El cuerpo pide descanso. Quiero claudicar. Quiero regresar, pero eso es imposible. “Esto también pasará”, escribo en una libreta que, al final del viaje, terminó retorcida y enlodada. En esos momentos solo la voluntad, la fortaleza mental y el apoyo de los compañeros permite que el cuerpo siga la marcha. “Solo un poco más”, anima Abel Centeno, otro guía. Pero ese “poco” eran minutos que parecían una eternidad.

Pero también hay gente fuerte. Yoseline Ramos, una delgada chica de 19 años, no montó una sola vez en mula —ni de ida ni de regreso—, y tenía una energía que parecía interminable. Ana Cristina Prem, otra exploradora, tampoco montó las bestias. “La expedición solo la aguantan los que vienen con actitud positiva”, afirma.

Por fin tomamos un descanso durante el almuerzo. Después de eso, seguimos maltratando los pies y esforzando al máximo las piernas. Luego de una larga travesía, a eso de las 16 horas, llegamos al campamento base en El Mirador. ¡Por fin! Fueron casi 30 kilómetros de camino.

Muchos califican esta caminata como un suplicio o una tortura, pero también han dicho que este es uno de los mejores destinos en el mundo para hacer senderismo. Así que, después de todo, nos consideramos unos afortunados. “A un turista español, por ejemplo, este viaje le cuesta alrededor de US$3 mil; a uno guatemalteco no le cuesta más de US$320”, comenta una operadora de turismo que viaja con nosotros.

Después de un descanso vamos hasta el complejo El Tigre, donde se levanta una pirámide de 55 metros de altura —la segunda estructura más alta del complejo El Mirador—. Su base es seis veces más grande que el Templo IV de Tikal. También la escalamos y vemos un nuevo atardecer.

En esa cima tratamos de imaginar cómo habría lucido todo aquello hace miles de años, cuando aún funcionaban esos palacios y templos cubiertos de estuco y pintados de rojo, y quizás sin gran parte de la selva, diezmada por la urbanización, la agricultura y la insaciable alimentación de los hornos dedicados a la producción de estuco. Hoy, ese horizonte es espeso. Y otra vez nos olvidamos del dolor físico. Los ojos, en ese momento, están ocupados ante tanta maravilla.

El Mirador

El cielo de la noche anterior lucía despejado. Estrellado. Mágico.

A eso de las 4.30 de la mañana siguiente, los monos araña y los aulladores nos despiertan con un concierto de gritos que parece como si estuvieran haciendo un ritual de guerra.

Salimos de nuestras carpas una hora más tarde, ilusionados porque, después de una larguísima travesía, veremos los atractivos principales.

Empezamos con la Estructura 1, también llamada Garra Jaguar. A pocos metros se encuentra el friso de los gemelos —Hunahpú e Ixbalanqué—, descubierto en el 2009 por el equipo arqueológico de Hansen. Está bajo un enorme conjunto de carpas que lo protegen.

Luego subimos el complejo de Los Monos, de 48 metros de altura, desde el cual se ve La Danta, nuestro último destino.

Después de 45 minutos de recorrido llegamos hasta esa imponente pirámide. “Su patrón es triádico, el cual es asociado con las tres piedras del fogón y, quizás, con las tres estrellas más importantes de la constelación de Orión, que forman una especie de triángulo. Es como un fogón cósmico. Esta es una característica del Preclásico Tardío”, explica Hernández.

La Danta, situada sobre una colina natural, tiene 72 metros de altura —pudieron ser 74, ya que hay evidencia de que el techo no era de palma, sino que había un cuarto principal— y consta de dos millones 800 mil metros cúbicos de construcción. Su tamaño es similar al del edificio de Tikal Futura, en la capital del país. Su base, además, es tan grande que le cabrían hasta 18 campos de futbol —son alrededor de tres kilómetros cuadrados—.

Subimos la primera plataforma. Esta sostiene varias estructuras como La Pava y el grupo E. Incluso tiene un reservorio de agua. Luego vamos por la segunda y tercera plataformas. Solo falta un poco más. Una última estructura se yergue. Hacemos un esfuerzo más y llegamos a la cúspide. Es indescriptible la emoción de estar en la cima del mundo maya. Es asombroso. Tomamos muchas fotografías. “Somos unos privilegiados, ya que pocos hemos estado acá”, refiere Blanco Sosa.

El agotamiento se esfuma. El fotógrafo Coguox, desde esos 72 metros de altura, capta la imagen que se observa en la portada de nuestra edición de hoy. Desde ese sitio se divisan las ciudades de Nakbé y El Tintal y un interminable océano verde.

A los pocos minutos empieza a sentirse un fuerte viento. El cielo se torna gris y lanza un relámpago tras otro. A los segundos, gotas de agua. Y muy poco después cae una tormenta. Debemos bajar a toda prisa, protegiendo el equipo fotográfico y de televisión con el cuerpo. Una vez abajo, lo cubrimos con impermeables.

Debemos regresar al campamento. Se hace de noche. Sacamos las linternas. Sigue la tormenta. El sendero es más difícil. En los charcos se ven los sapos y debemos pasar al lado de ellos. Estamos empapados y enlodados. Al llegar, por supuesto, nos cambiamos de ropa, y dejamos los zapatos al lado del fogón de la cocina, para secarlos. Pero estamos felices: ¡estuvimos en la cúspide del mundo maya!

El regreso

Camino de vuelta, el viernes, todavía visitamos un último lugar, localizado en la periferia sur de El Mirador: el grupo La Muerta, dominado por dos modestas pirámides del Clásico Tardío que fueron restauradas por el Proyecto Cuenca Mirador. Las oscuras y silenciosas cámaras abovedadas son ahora hogar de los murciélagos.

Minutos después de haber dejado este sector, encontramos un ostentoso relieve tallado en la roca natural, que muestra a seres fantásticos, y una inscripción que contiene un conocido glifo en forma de cabeza de serpiente: el del Reino Kan.

¿Qué pasó con toda aquella excelsa civilización? Las teorías sobre su colapso son multicausales. “La sequía, la depredación, las guerras y las enfermedades los obligaron a abandonar las ciudades”, explica Hernández. Aquello sucedió alrededor del 250 d.C.

Seguimos nuestro retorno. En los árboles no dejan de agitarse las hordas de monos, que evocan traviesos centinelas. Pasamos una noche en El Tintal. El sábado, sumamente agotados, emprendemos el camino hacia Carmelita.

Después de permanecer varios días en la selva, recorrer casi 110 kilómetros a pie entre la ida y el regreso, y con dolor de espalda, pies y piernas, por fin llegamos a eso que conocemos como “civilización”. Es un alivio, pero al mismo tiempo queremos dar la vuelta y volver a ver animales. Escalar pirámides. Ser parte del mítico Reino Kan, el Reino de la Serpiente.