Revista D

El libro de nunca acabar

Muchos creen que los ejemplares en papel nunca morirán.

Son muchos los que todavía prefieren leer libros en su versión en papel. (Foto Prensa Libre: Álvaro Interiano)<br _mce_bogus="1"/>

Son muchos los que todavía prefieren leer libros en su versión en papel. (Foto Prensa Libre: Álvaro Interiano)

Catorce millones de dólares alcanzó en la subasta efectuada a finales del año pasado un pequeño libro impreso hace 373 años, joya de la bibliografía universal y primicia de la incipiente imprenta de los Estados Unidos en el siglo XVI. Relevante acontecimiento la transacción de ese volumen, en reproducción de los Salmos, con no más de 160 amarillentas páginas y que se convierte en un símbolo cuando los libros, como medio de comunicación, se predice que desaparecerán en el futuro, desplazados por la incontenible era digital.

El libro en general, considerado por siempre un mecanismo de la inteligencia y el vehículo indispensable para la transmisión del conocimiento, se anuncia que desaparecerá de manera inevitable, después de varios siglos de existencia, reemplazado sin remedio por los avances de la tecnología, que en rápida progresión ha creado nuevas formas de comunicación, que sumado a la transformación de la conducta colectiva para la recepción informativa, de recreación, enseñanza y aprendizaje, suplantan al libro, tal vez condenado, más temprano que tarde, a su extinción.

Además de la computadora como “ordenador de palabras”, medio moderno de escritura que relevó a la tradicional máquina de escribir y que a través del internet se convirtió en instrumento de lectura, el lanzamiento de las denominadas “tabletas” de lectura (e-readers) han sustituido en gran medida al libro, aunque hasta el momento no hayan capitalizado un público masivo, pero su presencia regocija a los conservacionistas, que ven en el invento la probable salvación de los árboles, que ya no serán inmolados en la industria del papel para servicio de los libros.

Cierres

La Librería más Grande del Mundo (ese es su nombre), de la ciudad de Toronto, con una cuadra de longitud, después de 50 años de existencia cerró sus puertas en febrero, y su local, por todos esos años más o menos un templo de la cultura, será convertido en un mercado de comercio regular. Igual suerte correrá en Nueva York otra librería de  igual nombre, pero aún de mayores dimensiones de espacio, con lo que se produce el cierre de otro símbolo de la cultura en la gran urbe estadounidense.

Las lujosas librerías (bookstores) Chapters e Índigo, surgidas en Norteamérica en los años 1990, con un nuevo concepto en la venta de libros, adicionadas con cafeterías y salas de lectura, entre otros innovadores servicios, ante la crisis en la venta de libros integraron otros rubros de comercialización consistentes en objetos de regalo, discos musicales, cosméticos como delineadores de cejas, crayones de labios y golosinas con los prestigiados chocolates Laura Secord en lo que, aunque desvirtúa la naturaleza original del negocio, parece una acción de rescate ante el temor de un naufragio.

Otra baja de no menos importancia ha sido la de los libreros de segunda, con especial relevancia en los círculos de estudio por su protagonismo en el suministro del libro usado con títulos no disponibles ya en las existencias de las librerías regulares. Una de esas ventas de libros es la Steven Temple Books, situada en la bohemia calle Queen, de la ciudad de Toronto, albergue de varias librerías de igual categoría y donde los interesados pueden encontrar “atesoradas piezas raras de literatura”, como lo describe en nota periodística el escritor

Jacques Gallart. Dentro de esas “piezas raras”, la mencionada librería tiene un volumen envejecido por el tiempo, publicado en 1588 y escrito en latín, con referencia a leyes españolas de la época. Puede ser adquirido por US$600, aunque el señor Temple, propietario del establecimiento, hace ventas de rebaja los fines de semana, con precios de US$1 por cada uno de los 35 mil libros de que dispone. Eso no quiere decir que venda por ese precio un set de seis volúmenes sobre la historia de Toronto, por el que pide US$1,500.

 “El internet nos comió”, dijo al escritor Gallart el librero, aseverando con tristeza que al cerrar su librería, igual que otros propietarios de establecimientos vecinos similares, se produce la muerte de un capítulo importante en la vida cultural de la ciudad.

En el recorrido de la vida del libro, se tiene en la televisión el primer enemigo que vino a desplazarlo en los círculos sin mucha afición a la lectura, más propia de la intelectualidad y del público con hábitos fieles a la comunicación impresa, en un medio en el que ya el cine y la radio le habrían robado lectores a una masa originada cuando la industria editorial, en los inicios del siglo XX, empezó a afianzarse con el apoyo de la novedad de las publicaciones suscritas por las grandes figuras de la literatura y otros escritores menos socorridos por la fama pero proveedores de materia prima para la industria editorial.

En los años 1950, con el auge de la televisión en la geografía latinoamericana, cayeron en desgracia los libros que entretenían a las amas de casa contentas con las revenidas narraciones de romances de cajón de Caridad Bravo y Corin Tellado, con sus historietas destituidas por la intrusión de las telenovelas que en España, con el nombre de “culebrones”, se convertirían en el medio de diversión del mundo de habla hispana y otras regiones de idiomas diferentes pero sojuzgadas por el mismo nuevo hábito de transferencia cultural.

El fenómeno tuvo su equivalente con el internet, el otro gran demoledor del libro formal, que aunque un notable avance en la comunicación, derrotó a la palabra impresa en papel, que sobrevive gracias a una generación que resiste el cambio, por encontrar más comodidad de lectura en lo habitual, sin hacer concesiones a una tecnología que en cierta forma no resulta adecuada ni atractiva para el lector acostumbrado a lo tradicional.

Generación secuestrada por la electrónica

Parece que el suceso más deplorable para la cultura constituida en el libro fue la pérdida de las generaciones emergentes entregadas al entretenimiento electrónico a partir del surgimiento de los juegos de Nintendo, forma primitiva de lo que se convertiría con el tiempo en la poderosa industria de los videogames (juegos de video) que virtualmente secuestraron a partir de la década de 1990 a la juventud que abandonó los libros, sacrificados por la nueva modalidad de comunicación y entretenimiento.

Quedó de esa forma en el pasado el gusto por la lectura, que iniciaba a los niños con los textos de los libros elementales combinados con dibujos de colores para pasar después al nivel de las lecturas primarias que se resolvían con los clásicos intemporales de los hermanos Grim, de Swift y Perrault. Para pasar en la adolescencia a lecturas de mayor formalidad con Julio Verne y sus contemporáneos y culminar el ciclo de la juventud con lecturas de Isaac Asimov, entre otros, que sería la antesala de la lectura convencional para ingresar en el universo de los libros serios de estudio y recreación, que ya sería el nivel de sostenimiento cultural.

En la cultura norteamericana, donde la pérdida del libro de imprenta ha tenido mayores repercusiones, hubo intentos por hacer de mayor interés la lectura dirigida a los niños y se impulsaron historias de contenidos novedosos para esa atracción. Rememorando el éxito del libro Aligator Pie (Tarta de lagarto) se lanza al mercado editorial el título Walter the Farting Dog (El perro pedorro), texto este de motivación humorística pero que con otros similares no logró el éxito esperado. Luego se produce, de interés para niños más grandecitos, la novedad de Harry Potter, de la escritora J. K. Rowling, convertida en multimillonaria de la noche a la mañana, gracias al éxito de esa serie de correlación fantástica, pero con efímera vida en el libro, pues de inmediato es absorbida por el cine.

Pero en el ámbito general del producto editorial hay consternación por la presentida extinción del libro ante la estrepitosa caída en las ventas y que con el progresivo cierre de librerías se ha acudido a recursos tan dramáticos y nada ortodoxos como el de colocar alcancías en algunas tiendas, en un esfuerzo por hacer de la participación de la benevolencia del público  un recurso para impedir lo que parece un inevitable desastre. Las editoriales se cuidan de invertir en la producción de libros, y eventualmente solo se hacen cargo de publicar si el autor tiene éxito, tras haber costeado por su cuenta y riesgo la impresión de su obra.

El libro no tiene sustituto fidedigno con otras formas de comunicación, si se tiene presente el criterio del celebrado escritor Gabriel García Márquez quien,   respecto de sus famosas novelas y, en particular, con su obra cumbre, Cien años de soledad, dijo que no les veía equivalente en el cine, que le robaría al lector el placer de utilizar la imaginación para recrearse con su propia interpretación de las imágenes ofrecidas en el libro.

En eso está por ahora el fenómeno, con el solo consuelo de que con el libro se recapitule lo dicho por un notable pensador, quien expresó: “Cuando tengo un periódico en las manos, disfruto con el correr de sus páginas; el contacto con el papel me produce la sensación de ser parte de su contenido”.

*Escritor guatemalteco radicado en Canadá

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