Revista D

Sin contacto con la realidad

El Hospital Nacional de Salud Mental acoge a personas que padecen enfermedades mentales. Allí pasan sus días entre el aislamiento y la irrealidad.

Vista de uno de los pabellones de mujeres dentro del psiquiátrico nacional (Foto Prensa Libre: Esbin García).

Vista de uno de los pabellones de mujeres dentro del psiquiátrico nacional (Foto Prensa Libre: Esbin García).

Un portón negro, cuyo acceso es vigilado por varios guardias, separa dos mundos distintos: el de las personas comunes con el de otros que viven en la irrealidad. Esta es la puerta que casi nadie “normal” atraviesa, donde se observa gente que no tiene más posesión que unos harapos y una mente dañada por una enfermedad. Este es el Hospital Nacional de Salud Mental, el único psiquiátrico en Guatemala. Su objetivo es cuidar y brindar tratamiento a aquellas personas con enfermedades mentales.

Allí se pasean unos 350 pacientes que sufren esquizofrenia o algún otro trastorno psicótico. Tienen la mirada perdida; ríen, lloran y se quejan sin razón aparente. No comprenden con exactitud qué pasa a su alrededor, ignoran cómo llegaron ahí, no saben cuál es su familia, desconocen cuándo terminará todo. Sus pies se encuentran callosos por tanto caminar descalzos. Deambulan de allá para acá; no tienen rumbo. Es más, por cruel que suene, carecen de un futuro prometedor.

La infraestructura de ese psiquiátrico tampoco ayuda: algunas ventanas están quebradas, la humedad y el moho penetran en las paredes, las camas se utilizan aún rotas y las colchonetas de vinil café dan pena. A esto se suma la presencia de agentes de la Policía Nacional Civil (PNC) y de custodios del Sistema Penitenciario (SP), encargados de vigilar a los pacientes enviados al lugar por orden judicial por haber cometido algún delito. “Ellos —la seguridad de la PNC y del SP— son una lacra para este hospital”, menciona uno de los médicos, ya que abusan de su autoridad.

“No son todos, porque algunos son educados, pero hay varios que son muy abusivos”, enfatiza Pedro Cisneros, jefe de enfermería.

En repetidas ocasiones, los guardias de ambas instituciones cometen atropellos que van desde incitar a los pacientes a masturbarse, a que los enfermos mentales tengan relaciones sexuales entre ellos, a maltratar al personal médico o lanzar piropos a la practicantes de psiquiatría.

Cierta vez, comenta un trabajador del lugar, se pidió a agentes de la PNC que se retiraran para dar tratamiento a un paciente, pero estos, exacerbados por esa petición, regresaron más tarde con gorros pasamontañas para amenazar de muerte al personal.

Incluso, llegan a quitarles las pocas pertenencias a los pacientes. Además, es normal verlos jugar naipes o dormir en la sombra. Son aproximadamente 180 guardias, entre ambos grupos. De todo esto tiene conocimiento la Procuraduría de los Derechos Humanos. De hecho, en el 2002 se emitió una condena moral a la Corte Suprema de Justicia por hacer vitalicia la permanencia de reclusos en el hospital, al Ministerio de Gobernación por no tener el control debido sobre sus custodios y al Ministerio de Salud por permitir a esa población. Hasta ahora, ninguna de esas tres dependencias gubernamentales ha movido un solo dedo. Es más, la cantidad de reclusos ha aumentado respecto de otros años; en la actualidad hay 66, y permanecen allí por crímenes como homicidio, parricidio o lesiones graves. Esta situación pone en peligro a los pacientes más indefensos. “Esto se ha convertido en un anexo del Preventivo para Varones”, expone Luis Felipe Alvarado, psiquiatra de esa institución.

Para solucionar este escenario, se ha solicitado hacer un pabellón judicial psiquiátrico fuera del hospital y que se sitúe en un centro de detención con la seguridad perimetral para el efecto y que, además, tenga su propio equipo médico multidisciplinario. La petición data del gobierno de Álvaro Arzú y la última se solicitó este año al Ministerio de Salud y al vicepresidente Rafael Espada, pero, después de haber trasladado la responsabilidad a terceras personas sin capacidad de decisión, ha quedado estancada.

La diaria irrealidad

La enfermedad mental —define el psiquiatra Juan Jacobo Muñoz Lemus— es una condición que afecta la cognición, el pensamiento y el razonamiento; por lo regular, se manifiesta en errores de juicio y en tomar decisiones equivocadas. Las más comunes son la depresión, el trastorno bipolar y la esquizofrenia. Estos problemas surgen a nivel bioquímico: cuando una persona tiene abundancia o escasez de dopamina, serotonina o noradrenalina —sustancias que sirven para una transmisión nerviosa adecuada— es propenso a uno de estos padecimientos. En ocasiones aparecen por tendencias hereditarias.

Estas personas viven fuera de la realidad, y por lo regular manifiestan alteraciónes motrices, surgen trastornos del pensamiento acompañados de percepciones irreales como alucinaciones visuales, auditivas, olfativas, gustativas y cenestésicas.

Todo trastorno mental necesita tratamiento y, en ocasiones, el paciente puede llevar una vida normal con la ayuda de fármacos. Asimismo, para la recuperación de la persona resulta importante la colaboración y el compromiso de familiares, lo cual no siempre sucede con los del psiquiátrico. En el Hospital Nacional de Salud Mental, muchos de ellos han sido abandonados. “Parientes traen a sus enfermos porque no saben qué hacer con ellos; dan una dirección y otros datos falsos, y se olvidan de ellos. Nosotros no podemos sacarlos a la calle, porque se convierten en nuestra responsabilidad”, comenta el psiquiatra Alvarado.

Los parientes no aparecen sino hasta que se enteran de que su familiar falleció. De esa cuenta, muchos han permanecido en el manicomio por varios años: una señora lleva allí desde la década de 1960.

En tanto, deben pasearse por las instalaciones del hospital y resignarse, sin querer, a ver por siempre las paredes celestes o verde claro, a los policías con su uniforme negro o a guardias con vestimenta gris, a sus compañeros de delirio, apenas ataviados con una delgada tela rosada o azul, y a los enfermeros con un impecable blanco.

Todos los días desayunan, almuerzan y cenan sin lavarse las manos y, además, sin cubiertos —pues podrían hacerse daño con estos—. El comedor también lo comparten con algunos gatos negros que merodean en busca de migajas.

Por las mañanas, los enfermos toman el sol, beben atol en su vasito de plástico o reposan a media cancha de basquetbol si les apetece. Algunos se creen artistas y cantan mientras otros bailan —con o sin música, con o sin pareja—; de repente, aparece otro que llora porque dice que le pegaron —esa es su alucinación diaria—, luego se acerca una señora que indica que por la tarde se va a ir a Santa Catarina Pinula con su familia —que es falso—; por otro lado, alguien se masturba, y en un salón una joven se asoma para manifestar que ella está sana y que los demás, locos.

Otros pacientes —unos 30— llegan hasta las hortalizas para hacer sencillos trabajos que les sirve como terapia ocupacional.

Por la mañana, se bañan, solo cuando no reniegan. En un informe de la PDH se documenta que cuando no lo quieren hacer, se les moja a manguerazos para tratar de mantenerlos aseados.

Dentro de los pabellones hay olor a orines, sanitarios sin puertas y ropa de cama sucia.

Un don especial

“Cuando empecé aquí me deprimí con solo ver el rostro de los pacientes”, dice Cisneros. Para permanecer allí se necesita un don especial: tan de buen corazón debe ser esa persona que debe estar dispuesta a tolerar los ataques de los pacientes cuando menos los esperan, a escuchar los gritos y las amenazas de muerte. La tolerancia es la clave, pues deben comprender que son enfermos que no se encuentran en su sano juicio.

Para controlarlos, el personal les da medicamentos que no los curan, pero sí los mantiene tranquilos. Según Muñoz Lemus, los fármacos deben administrarse junto con terapia y tratamiento ambiental.

Sección aparte

El hospital se divide en seis pabellones. Uno de ellos —el 5— tiene el nombre de psiquiatría forense, donde se atiende a los pacientes enfermos mentales privados de libertad —reclusos por orden judicial—.

En este pabellón hay salas de aislamiento, adonde se conducen a los pacientes que se comportan agresivos en extremo. El cuarto es prácticamente un cubo liso: cuatro paredes, techo y piso. Apenas una ventana y, en la puerta, una pequeña rendija donde se puede ver el interior, solo con una colchoneta, y el paciente colérico que pasa de dos a tres días encerrado, según la gravedad.

Esta práctica, sin embargo, se considera contraproducente, según la PDH. “Tal medida contraviene la normas internacionales y recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud”, cita un informe de la defensoría de las personas con discapacidad de esa dependencia.

Moisés Soto, director del hospital, justifica el proceso y señala que es necesario encerrarlos porque, afuera, podrían agredir al personal médico y a los otros pacientes, ya que no son conscientes de lo que hacen. Alvarado, en tanto, indica que en esas salas no hay más que un colchón, pues, por ejemplo, si se les da una sábana, podrían usarla para suicidarse. Lo único que se les da es comida y psicofármacos para aliviarlos.

Un paciente de este pabellón violó a su mamá, y luego la mató. De inmediato fue a la tienda y agredió a una persona; después corrió detrás de otro y lo golpeó con un palo. Por casualidad, por ahí pasaba el hermano de la víctima y trató de defenderlo, pero el ahora paciente agarró un azadón, le pegó en la cabeza y lo mató. Todo eso en media hora. Esa clase de trastornados mentales viven allí, y por eso las autoridades hospitalarias insisten en que los jueces no los manden a ese lugar, por el peligro que suponen para los demás. Uno de ellos ha estado en el hospital durante 12 años. En ocasiones, se dice, se han colado algunos que se hacen los locos, con tal de evadir el Preventivo para Varones.

Y para remate, este hospital luce mejor que sus similares en Centroamérica, de acuerdo con sus autoridades.

Solución

Ante la deprimente situación que los pacientes llevan en el Hospital Nacional de Salud Mental es necesario que las autoridades de Gobierno se comprometan a mejorar esas condiciones. Además, hay que tener en cuenta que es el único psiquiátrico para toda Guatemala. Silvia Quan, defensora de personas con discapacidad de la PDH, sugiere que los programas de salud mental se extiendan a todo el país, en especial en las comunidades, ya que en estas la percepción de ese tipo de enfermedades es mala. “En ocasiones todavía se les considera como gente poseída”, refiere.

Un caso particular es la esquizofrenia, que se presume que 1 por ciento de los guatemaltecos la padece. ¿Dónde están todos? El psiquiatra Miguel Alejandro De León tiene una respuesta: “La gente los acoge como excéntricos o como los ‘loquitos del pueblo’, los enjaulan, encadenan o amarran”. No están en el psiquiátrico, ya que hay ignorancia.

Estos enfermos mentales, como todo ser humano, sienten dolor o alegría. Necesitan atención y cariño. No deben ser olvidados. El psiquiátrico, en la actualidad, dista mucho de su objetivo final, pues, de acuerdo a la PDH, se violan los derechos humanos, ciertos guardias de presidios y agentes de la PNC agraden a los pacientes y el centro carece de recursos materiales y económicos.

“Tratamos de ayudar a los que se cataloga como los menos queridos”, explica De León. Precisamente por ello —porque los enfermos mentales son los olvidados— se requiere del compromiso de diferentes sectores sociales, cuya meta común sea la de permitirles una vida digna y, en la medida de lo posible, prepararlos para que se reintegren a la sociedad.

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