Ciudades

<em>Los gateadores</em>: una penitencia de fe unida al dolor

Una historia de penitencia, dolor y fe, esos son <em>los gateadores</em> de Guatemala. Un grupo de hombres que cada Viernes Santo acude a expiar sus pecados, a pedir perdón o a dar las gracias con su propio Vía Crucis: caminando de rodillas con espinas sobre su espalda.

Los gateadores son un grupo de hombres que cada Viernes Santo busca expiar sus pecados. (Foto Prensa Libre: Agencia EFE)

Los gateadores son un grupo de hombres que cada Viernes Santo busca expiar sus pecados. (Foto Prensa Libre: Agencia EFE)

Por un camino polvoriento y árido, a una hora y media de Santa Cruz del Quiché, aparece San Andrés Sajcabaja, un oasis en medio del desierto. Es el corazón de Quiché, un lugar rodeado por una vasta y escarpada orografía de mayoría indígena y donde casi no se habla español.


El sol comienza a pintar de luz y color el horizonte cuando dos grupos de hombres se acercan a la iglesia. Se santiguan y se golpean el pecho. Una, dos, tres, cuatro… Varias veces. En hilera, entran en el templo. Son los gateadores.

Lentamente salen gateando de la iglesia. Avanzan en silencio, descalzos y con la cara oculta, reflejo del silencio y la oscuridad que presidió la génesis maya. Ahora, regresan a ella para la pureza original del ser humano y afrontar un nuevo ciclo.

Con el rosario en su mano derecha y encima de unos tapetes que les ponen a su paso, empiezan una peregrinación hasta el calvario, donde culminan 40 días de ayuno. Desde el inicio de Semana Santa, los gateadores juran abstinencia sexual, no trabajan y se privan de sus vicios.

Pero quince días antes de hoy, cuenta Lucy Girón -una mujer que desde niña apoya y colabora con esta tradición colonial-, están en “cuarentena”: se encierran en una casa, no comen y no fuman. Apenas toman un poco de vino para calmar “los ruidos” de su estómago.

Lo hacen de forma “voluntaria” durante siete años seguidos, para agradecer o para pedir, explica a la mujer mientras los gateadores avanzan despacio y sin movimientos bruscos por las calurosas calles: cualquier vaivén en falso podría clavarles aún más las espinas en su espalda.

A uno de los jóvenes gateadores se le ve que sufre. Anda pesadamente y su brazo tiembla con cada paso. No puede ni hablar, pero es capaz de traspasar el umbral del dolor por su devoción.

A su paso, los lugareños los observan. Cada rostro, cada mirada, guarda una historia. Son miradas que no olvidan, aquellas que expresan todo sin pronunciar palabra. Tienen historias de dolor y penalidades, son vidas rotas; pero también vidas de esperanza, de una fe inquebrantable y de un agradecimiento puro.

Entre el silencio transcurre esta escena del Vía Crucis, a la que todos acuden por diferentes motivos: “Es por fe”, “Vengo a dar gracias porque se curó mi padre” o “Es una tradición”.

Es un lamento procesional que nace de las entrañas del pueblo quiché, de la pasión de San Andrés Sajcabaja: una forma de expiar, desde el anonimato, los pecados de una vida encadenada. Es una expresión de fe que intimida, que sorprende y que abruma por su fuerza y su magnitud.

Pero no es la única. Momentos antes, otros dos grupos de hombres salen desde la iglesia central con un travesaño de ceiba joven lleno de espinas sobre sus hombros. Encabezan una procesión acompañados por un grupo de nazarenos que descalzos y engrilletados por los pies portan cruces de madera de unos 70 kilos.

Son los principales, los que marchan primero, los que llevan los tobillos sujetos con férreos grilletes. Solo su habilidad a la hora de caminar les permite mantener el equilibrio, aunque con un constante y doloroso roce de la piel.

Saltito a saltito, con pasitos rápidos y cortos, recorren varias calles del pueblo. Paran cada pocos metros en pequeños altares a orar. Igual que hicieron la noche anterior, acompañados de los más ancianos, que con la cuxa —un licor artesanal de fruta fermentada— sobrellevan su penitencia.

Con un paso lento y quejumbroso, los devotos de San Andrés Sajcabaja buscan el perdón divino a través de la penitencia.