Todas estas reflexiones son provocadas por una nota sobre Guatemala aparecida en la última edición del semanario The Economist, titulada Edging back from the brink. Intenta ser un análisis del primer año de la administración Pérez Molina desde varios ángulos: seguridad y violencia, narcotráfico, política fiscal y desarrollo social, entre otros.
Más allá de lo debatible que puedan ser sus apreciaciones sobre la coyuntura nacional, hay allí un párrafo muy desafortunado que dice más o menos así: (la traducción es mía) “El hambre es un problema aún más generalizado que el crimen. La mitad de los niños guatemaltecos menores a cinco años sufren de malnutrición crónica —la tasa más alta en América Latina, el doble de la de Haití, y la sexta a nivel mundial—. El problema es un hábito rural, prevaleciente entre las mujeres mayas, que alimentan a sus bebes con aguas coloreadas en vez de leche. Esto impide el crecimiento y limita su desarrollo intelectual. En las ciudades los bebés sufren porque la leche en polvo es preferida a la lactancia materna”.
¡Ajá!, así que todo este problema se debe a un mal hábito que tienen las mujeres mayas que viven en el campo, ¿qué le parece? Argumento de un simplismo que raya en lo ridículo; que no solamente es falso, sino que además contribuye a esa visión imbécil de que nuestra población maya se comporta de manera irracional, y que es incapaz de reconocer lo que es bueno para su desarrollo. Un argumento que en el mejor de los casos refleja solamente una cosa: la profunda incompetencia de quien se sentó a escribirlo pensando en un país que evidentemente no conoce ni entiende.
Es decir que las madres indígenas no saben reconocer el valor de un vaso de leche versus una Coca-Cola o un Toki, ¡por favor! Pero también es barrer bajo la alfombra años de pobreza y exclusión de las grandes mayorías. Es negar la incapacidad histórica que ha tenido nuestro Estado de llegar a toda la sociedad con un mínimo de bienes, servicios e instituciones; y la indiferencia que como sociedad hemos tenido para discutir y exigir acciones concretas para desarrollar la Guatemala rural.
Como dicen que el que calla otorga, por eso hoy hago pública mi protesta, misma que también hice llegar a la revista el mismo día que salió la publicación pidiendo una aclaración a tan irresponsable argumento. Me carcomen las ganas por ver la evidencia empírica que soporta ese análisis y, por supuesto, si tal cosa existe, estoy dispuesto a pedir la misma disculpa pública que hoy exijo al semanario.
Dejar pasar esos pequeños deslices a los medios de comunicación nacionales o internacionales es contribuir a un imaginario que en buena medida explica el atraso de Guatemala. Quedo a la espera de su respuesta, señores de The Economist.