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El acoso callejero: el machismo envuelto en palabras y miradas bonitas

Camina ágil y decidida pero con la cabeza agachada. Se pone los auriculares pero con el volumen casi al mínimo. No busca contacto visual a menos que sea estrictamente necesario. Mira tras de sí todo el tiempo para comprobar que no la sigan. No es de noche ni transcurre por una zona roja de Guatemala.

Las mujeres son constantemente objeto de acoso callejero. (Foto Prensa Libre: tomada de Internet)

Las mujeres son constantemente objeto de acoso callejero. (Foto Prensa Libre: tomada de Internet)

Aún así, esa es la forma en la que María -nombre ficticio- camina día tras día. Al igual que muchas otras mujeres se esconde y se camufla cuando vaga por las calles de la ciudad: cuando sube al transporte público, cuando va al mercado.

¿El motivo? Intentar hacer oídos sordos frente a frases como “mamita rica”, “¿es para mí esa minifalda?”, “tanta carne y yo sin dientes” o un simple chiflido acompañado de un beso tronado. Los populares piropos que miles de hombres profieren cada día a la mujer sin reparar en la edad, el peso o la apariencia y que, más que un halago, constituyen una grosería, un ultraje y una ofensa.

María, una zagala de ojos claros y pelo azabache que irradia bondad y ternura, es una más entre las víctimas de una problemática que se ha vuelto costumbre en Guatemala: una de las víctimas de las actitudes y comentarios soeces, chabacanos y ofensivos que se ve obligada a escuchar día a día.

Sin dudarlo ni un segundo, pero con el pavor y el canguelo que transmiten sus ojos al rememorarlo, la joven reconoce a Acan-Efe que ha sido víctima del acoso sexual callejero, “una forma de violencia ante la que las mujeres estamos completamente indefensas”.

Mientras toma un café, expreso y doble, recuerda un día normal, cuando volvía a casa del trabajo en el transmetro (el transporte público de la capital): era hora punta y en el autobús no entraba un alfiler. De repente notó como un hombre, de apariencia afable y de unos 30 años, se rozaba detrás de ella.

Se restregaba. De arriba abajo. De un lado al otro. No había ni un milímetro de separación.

Una sensación de desasosiego empezó a invadirla. “No tenía forma de escapar y recriminarle no era una opción. ¿Y si iba armado?”, se cuestiona lacónica mientras recuerda el episodio, que aunque no fue a más, sí subió de tono. “Entre roce y roce, el hombre tuvo una erección. Sentí tanta repulsión y asquerosidad que me bajé inmediatamente. Ni siquiera había llegado a mi parada”.

Miradas indeseadas, improperios verbales, silbidos obscenos o roces sexuales que casi caen en la agresión física. En la calle, en el trabajo o en el transporte. El acoso sexual es un acto de violencia ejercido en contra de la mujer que en Guatemala, donde se ha convertido en una realidad cotidiana, se cobra miles de víctimas diarias. 31 violaciones al día.

María aún siente pavor cuando rememora este episodio: “Apenas fueron 10 minutos, pero para mí fue una eternidad” y lo peor, respira con resignación, es el desamparo y la orfandad: “Hay una línea borrosa y difusa entre el acoso y el piropo. Su tipificación como delito es aún una utopía”.

La sociedad debe entender que el cuerpo de una mujer no es únicamente sexual: “Esas prácticas hacen que nos volvamos cada vez más duras, más inhumanas. Nos están robando nuestra inocencia y dulzura”.

Para luchar contra esta indefensión, en Guatemala, un país con una marcada sociedad patriarcal, se lanzó esta semana una campaña que busca prevenir el acoso sexual callejero en el transporte público, un medio en el que viajaban miles de mujeres al día.

El fin es que estas agresiones no queden en papel mojado. Que los pitidos de los coches, las miradas concupiscentes o, en algunos casos, los toqueteos no se defiendan con el argumento de “eres atractiva”, “tú lo provocaste” o “no seas exagerada”.

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