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La sabrosura que produce el ejército de microbios que vive en una masa con la que se han hecho millones de panes desde 1849

"He estado haciendo pan durante 37 años. Apenas toqué la masa por primera vez, me enamoré de ella y pensé: 'Esto es lo que yo quiero hacer'".

Con las manos en la masa, Fernando Padilla decidió cuál era su destino.

Con las manos en la masa, Fernando Padilla decidió cuál era su destino.

El enamorado es Fernando Padilla, quien recibió a Michael Mosley de la BBC en San Francisco para demostrar juntos cuánto hemos hecho los humanos para conseguir uno de los elementos vitales para nuestra supervivencia: los carbohidratos.

Los necesitamos por la sencilla razón de que no podemos vivir sin energía.

Los carbohidratos son maravillosamente diversos, pues el término abarca un grupo de químicos que constituyen los elementos fundamentales del azúcar.

Hay muchos tipos diferentes, como glucosa, lactosa y, quizás el más interesante, almidón.

En las regiones del mundo en las que el arroz no es la principal fuente de los carbohidratos que necesita nuestro cuerpo, su lugar lo toma el trigo, y a lo largo de la historia lo hemos consumido mayoritariamente en forma de pan.

San Francisco es un lugar ideal para hablar de pan pues la ciudad es famosa por un tipo particular de este alimento: sourdough o pan agrio.

Y el que hace Padilla, quien es maestro panadero de la panadería Boudin, es muy especial.

Microbios con abolengo

Empieza con agua y harina de trigo sin procesar, una mezcla insípida que de hornearse, se endurecería como concreto.

Para tornarlo en algo delicioso, Fernando Padilla emplea un ejército de microbios que viven en algo cariñosamente llamado “la masa madre”.

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La masa madre es una mezcla de agua y harina en la que habita una comunidad de células vivas de levadura y bacterias.

No es la única. De hecho, antes de que la introducción de levadura comercial en 1868, todo el pan se hacía siguiendo el mismo método.

Pero aunque no es la única sí es única.

Se cree que es la masa madre más antigua de Estados Unidos. Data de 1849.

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Cuando Isidore Boudin, descendiente de una familia de maestros panaderos de Borgoña, Francia, llegó a San Francisco seducido por la riqueza que prometía la Fiebre del Oro, preparó su primer pan de la manera tradicional francesa pero con la levadura silvestre que usaban los mineros en esa época.

Guardó una porción de la masa para que desarrollara la levadura natural que usaría en los panes del día siguiente.

Y eso es lo que han venido haciendo en la panadería desde entonces sin falta. Por eso dicen que hasta el día de hoy, hay rastros de la era de la Fiebre del Oro en cada bocado.

Según cuenta la historia, la masa madre sobrevivió incluso el gran terremoto de 1906. Cuando empezó a temblar el suelo a las 5:12 de la mañana de ese abril 18, Louise Boudin metió una porción de la masa madre en un balde y salió corriendo antes de que la panadería se incendiara hasta quedar en cenizas.

Ahora el encargado de un acto de heroísmo similar es Padilla.

La ciencia del pan de cada día

El olor de la masa madre es fuerte, “por toda esa dulzura de la harina que se va fermentando”.

“Crea un sabor a alcohol, pero luego se evapora”, explica el maestro panadero, heredero no sólo de la leyenda de Boudin sino de los conocimientos que amasaron los humanos para tornar un cereal indigerible en una sabrosa fuente de energía.

Todos los días, alimentan la mitad de la masa madre con agua y harina. Luego la guardan toda la noche, para que se regenere, doblando su tamaño.

La otra mitad la usan para hacer 400 barras de “pan fresco y delicioso”.

Al añadir agua, se activan las enzimas de la harina.

Eso dispara una compleja reacción bioquímica, que empieza con el almidón de la harina tornándose en un azúcar llamado maltosa.

Tras mezclarlo por 10 minutos, las bacterias de la masa madre empiezan a comerse ávidamente la maltosa, convirtiéndola en glucosa.

En otras palabras, las bacterias empiezan a digerir la harina por nosotros.

Después otro grupo de microbios usa parte de esa glucosa para transformar la masa.

Están en la levadura seca: cada grano contiene miles de organismos unicelulares que están en animación suspendida. Para revivirlos, necesitan comida, así que les damos azúcar y agua.

Cuando se reaniman, producen gas: dióxido de carbono. Por eso es que la mezcla burbujea.

Esa reacción es absolutamente clave para crear un pan esponjoso.

Padilla tiene que impedir que el gas se escape. Para lograrlo, altera la estructura química de la masa con un proceso que se llama “amasar” (¿ves que sí sabes al menos un término químico?).

Al amasar, forzamos a dos proteínas de la harina -gliadina y glutenina- a formar vínculos, creando una nueva sustancia: gluten.

Es en este momento en el que las dotes en el arte de la panadería son cruciales.

Si no amasas lo suficiente, no crearas la cantidad ideal de gluten, los gases se escaparán y no se elevará.

Si lo haces bien, el efecto es casi mágico.

A medida que levanta, su volumen casi se dobla pues la levadura consume la glucosa y hace burbujas dentro de su hogar de gluten.

Las bacterias también producen una pequeña cantidad de ácido láctico y, como el sourdough no tiene azúcar, ese ácido le da al pan su distintivo sabor.

Cuando lo horneas, sellas esas burbujas de aire y, gracias a los microbios de la masa madre, al final tenemos un pan liviano, esponjoso y rico en carbohidratos.

El pan agrio solía ser uno de los tipos más populares de pan, pero la llegada de las barras baratas, producidas en masa, lo relegó, lo cual es una lástima pues es más sano.

No contiene azúcar y el ácido permite que absorbamos mejor los minerales y vitaminas de la harina.

Y si quedaste aterrado porque estamos hablando de los a veces vilificados carbohidratos, recuerda que han sido ellos los que han alimentado nuestras civilizaciones, pues son una fuente barata y disponible de energía. 
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