La guerra arancelaria: ¿una medida proteccionista o una búsqueda de equilibrio?
¿Es la guerra arancelaria un error?

En las últimas semanas, hemos sido testigos del recrudecimiento de una llamada guerra arancelaria, encabezada por los Estados Unidos. Muchos analistas la califican como una batalla económica iniciada por el presidente Donald Trump con el objetivo de replantear el rol de su país en el comercio global. Pero más allá de las reacciones inmediatas, conviene detenerse a analizar el fondo de esta política: ¿es realmente negativa la búsqueda de condiciones más equilibradas en el comercio internacional?
¿Es la guerra arancelaria un error?
Desde su campaña presidencial, Trump fue enfático en su promesa de devolverle a Estados Unidos su protagonismo industrial bajo el lema Make America Great Again (MAGA). Esta consigna no solo apelaba al orgullo nacional, sino que evidenciaba una preocupación profunda: mientras Estados Unidos abría sus mercados sin restricciones significativas, muchas economías asiáticas —China a la cabeza— mantenían prácticas proteccionistas, limitando el acceso a sus mercados y subsidiando a sus industrias.
Los aranceles impuestos no surgieron en un vacío. Son, en parte, una respuesta a décadas de desbalance comercial, donde compañías estadounidenses migraron su producción en busca de costos más bajos, principalmente a Asia. Esto trajo beneficios evidentes, productos más baratos y cadenas de suministro globales eficientes. Sin embargo, también generó pérdidas industriales, desempleo en sectores específicos, y una creciente dependencia de naciones con modelos económicos cerrados o asimétricos.
Trump y su equipo argumentaron que el libre comercio solo es justo cuando es recíproco. No se trata solo de aranceles. Las barreras no arancelarias, como trámites excesivos, requisitos técnicos arbitrarios o subsidios ocultos, también limitan el acceso de productos estadounidenses a mercados extranjeros. En este contexto, los aranceles fueron usados como herramienta de presión para renegociar acuerdos, abrir mercados y nivelar el terreno de juego.
Es válido preguntarse si esta estrategia puede dar frutos. En el corto plazo, puede generar tensiones, distorsiones y aumentar costos para consumidores. Pero en el mediano plazo, puede obligar a ciertos países a revisar sus prácticas, abrir más sus economías y, en consecuencia, construir un comercio internacional más justo.
¿Es entonces la guerra arancelaria un error? Tal vez no. Puede verse como una estrategia disruptiva e incómoda, pero posiblemente necesaria para recalibrar un sistema que muchos consideran agotado. Estados Unidos, como cualquier país, tiene el derecho —y la obligación— de defender sus intereses estratégicos. Si esto se hace buscando equilibrio y reciprocidad, más que supremacía o imposición, el resultado final podría ser positivo no solo para los estadounidenses, sino también para una economía global más transparente y equitativa.
En este contexto, Guatemala cometería un grave error si responde a esta guerra comercial con protestas ideológicas en lugar de una postura pragmática y, como Estados Unidos, centrada en sus intereses comerciales. Países como Vietnam, Italia y otros ya han entendido el momento geopolítico y se han sentado a negociar condiciones más justas y beneficiosas para sus exportaciones. El verdadero liderazgo no se ejerce desde la trinchera del conflicto ideológico al respaldar propuestas como las presentadas en la Cumbre CELAC por Sheinbaum y Lula Da Silva, ni quedándose dormido mientras otras naciones negocian, sino participando en la mesa donde se reconfigura el comercio mundial. Mientras algunas naciones siguen atrapadas en discursos ideológicos con tintes socialistas y otras hibernan por inacción, hay naciones que están asegurando su lugar en un nuevo orden comercial. Guatemala no puede quedarse atrás.