CABLE A TIERRA

Entre libros te veas

Mis padres eran un poco raros para su tiempo. Crecí en una familia donde la división sexual del trabajo y de las responsabilidades domésticas no fueron muy tradicionales. Hacíamos cada quien nuestra cama y teníamos tareas asignadas que se iban rotando más con base en la edad y capacidad de asumirlas que conforme al género. No recuerdo una sola vez que las mujeres hayamos “tenido la obligación” de servirles a mis hermanos o a nuestro padre. Una vez se adquiría la destreza, cada quien se servía sus frijoles.

Jamás estuvo en discusión si las niñas deberíamos tener o no la misma educación que los hermanos varones. Todos fuimos al mismo colegio —laico y mixto—, y nunca estuvo en consideración que la meta educativa fuera el diploma de bachillerato, mucho menos el matrimonio. Recuerdo que la primera vez que pensé en casarme y tener hijos algún día tenía ya como 24 años, había culminado con éxito mi formación universitaria y competía por una beca que me permitiera hacer un posgrado.

Siendo que nuestras circunstancias de vida no siempre fueron fáciles ni privilegiadas, sé que muchas de mis metas profesionales no las habría podido lograr si desde muy temprana edad mis padres, pero especialmente mi madre, no nos hubieran formado con equidad, dándonos las mismas oportunidades a todos, sin distingo de género. Un legado invaluable, un activo del cual yo no me percaté sino hasta mucho más tarde en la vida, al constatar lo inusual que había sido mi crianza en comparación con la de muchas niñas de mi época, no digamos con la experiencia de vida de muchas mujeres todavía hoy en Guatemala.

Por el lado de mi padre, una de las imágenes más vívidas que aún guardo era verlo llegar a la casa con un libro bajo el brazo o bien, estar acostado en la cama, disfrutando su lectura. Y no, no les haré el relato esnobista del tamaño de nuestra biblioteca o de los libros y autores que leía; lo que recuerdo más bien, es que en mi casa se leía de todo: chistes, revistas de moda y entretenimiento, periódicos impresos, y libros de todo tipo. Se daba un alto valor al conocimiento, no solo como una herramienta para ganarse la vida, sino como una forma de disfrute; un placer en sí mismo.

Han pasado muchas décadas desde esa siembra temprana que hicieron mis padres, cuando la equidad, la lectura y el conocimiento se entrelazaron en un vínculo indeleble y perdurable en mi vida. Ese que ahora intento trasladar a mis hijos, en plena era tecnológica y de videojuegos. Uno de sus primeros regalos fueron libros de tela y otros que se podían meter en la bañera. A la par, y de la mano, han ido aprendiendo a asumir las labores del hogar.

Quería escribirles sobre la Feria del Libro (Filgua) 2015, que comienza mañana, jueves 16, y estará con nosotros por dos breves semanas nada más. Hablarles sobre la importancia de la lectura en la educación y bla, bla, bla. Pero me bastó recordar que la editorial Cultura no tuvo ni el más mínimo apoyo en esta administración y que hay demasiados niños que en lugar de un libro, no tienen más que optar por un arma, que se me fue la inspiración.

A la mejor por eso, pensar en la Filgua 2015 me llevó de regreso a mi infancia, y a la infancia de mis hijos. Ellos van a la Filgua desde los 3 años de edad. A veces con mucho, otras con poco dinero, pero la Filgua ha tenido siempre un espacio especial en nuestras vidas. Una excusa perfecta para consentirnos con el placer de leer. ¡No se pierda la oportunidad! Nada cambiará más nuestro país que una sociedad que escoge el saber por sobre el tener.

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