Fábula del avestruz
y más capaces que ellas era el principal problema. Aunque eran astutas se habían acomodado a una vida fácil y sabían cómo vivir a costa de las avestruces. Sabían infundir miedo en los avestruces y evitar que estas se desarrollaran plenamente, pues eso amenazaba su comodidad heredada. Más aún, con sus burlonas risas procuraban entretener a las masas que ingenuamente les seguían.
Cuando otras especies que convivían en la comunidad les alertaban de los peligros que habían visto un poco más allá del aparente idílico oasis, las avestruces empezaban temerosas a correr y atomizarse. El peligro de las hienas era evidente, pero a las avestruces les daba pavor reconocerlo. Mientras estuvieran a favor de ellas y bailaran a la comparsa de sus carcajadas estarían “bien”. Al menos sobrevivirían.
Estaban conscientes de la situación y de las amenazas que cada día se volvían más latentes. Poco a poco iban descubriendo el problema de fondo de su comunidad, pues despertaban del letargo al que los habían acostumbrado sus ancestros y era mantenido a través de la capacidad manipulativa de las hienas. Las hienas vivían cómodamente mientras los avestruces, por más que se esforzaran, apenas conseguían sobrevivir.
Las avestruces intuían que unidas lograrían sinergias más fuertes que la simple sumatoria de sus capacidades individuales, pero no encontraban medios para unir sus fuerzas. El temor originado por la ignorancia no les permitía cuestionar al statu quo, cuestionarse a sí mismas y cuestionar a sus pares. Peor aún, cuestionar a las hienas que merodeaban carcajeándose.
Un día, un grupo de avestruces observó que las hienas estaban en acuerdo con otras especies foráneas que poco les importaba la vida de los avestruces o su entorno natural. Con horror les alertaron al resto de la eventual masacre. Sin embargo, en lugar de unirse, cada avestruz enterró su cabeza bajo la tierra. El miedo y la ignorancia, como siempre, dominaron.
La predicción se cumplió, entraron especies antropomorfas devastando todo a su paso, las hienas —cómplices— se saciaban de las sobras de la masacre. Llegó el grupo al campo de avestruces y al verles con la cabeza en la tierra procedieron a eliminarlas una por una. Algunos avestruces que no se escondieron en su propio individualismo, al ver la escena, buscaron luchar contra las hienas. Sabían que al salvar la comunidad se salvaban también ellas y la especie. Sin embargo, no pudieron, eran muy pocas. Si se hubiesen unido podrían haber evitado este trágico final.
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