TIEMPO Y DESTINO

Derecho constitucional de las protestas sociales

Luis Morales Chúa

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Las grandes manifestaciones públicas que estos días dan vida, color y voz a los sentimientos de cientos de miles de guatemaltecos,  deseosos de un cambio en el sistema político del país, deben ser vistas como un renacer del ejercicio de los derechos cívicos.

Un hecho importante es que a las protestas actuales, contra actos oficiales, se han sumado varios ministros de Estado, viceministros, un gobernador y es posible que otras renuncias se sumen en días venideros; renuncias que también pueden ser interpretadas como un reproche, aunque no se confiese, por el comportamiento de quienes ostentan el poder en los organismos Ejecutivo y Legislativo.

Si en otros países existe duda acerca de si las manifestaciones públicas son un derecho humano, en Guatemala cualquier duda está sobradamente superada. Nuestra Constitución Política incluye ese derecho en el Título II, dedicado a los derechos humanos, y lo hace en los siguientes términos: “Se reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas. Los derechos de reunión y de manifestación pública no pueden ser restringidos, disminuidos o coartados; y la ley los regulará con el único objeto de garantizar el orden público”.

Esta disposición constitucional pone sobre los ciudadanos que integran el Gobierno de la República y muy especialmente sobre el presidente y los ministros de Gobernación y Defensa, la obligación de proteger la integridad y la vida de quienes participan en las manifestaciones, sea cual fuere la cantidad de ellos y los motivos que los impulsen, salvo la limitación contemplada en el texto constitucional. Y se entiende, sin mayor esfuerzo, que la norma citada tiene un sentido protector de la libertad de expresión, aunque se desarrollen hechos que pueden molestar la sensibilidad de los altos funcionarios y mofas de cultos cimentados a través de los años, como el que se rinde a la bandera, y ese acto equivocado de poner la mano sobre el corazón cuando se canta el himno.

El actual presidente de los Estados Unidos —al enterarse de que estudiantes en la Universidad de Amherst habían quemado la bandera de ese país, como protesta contra el triunfo electoral de Trump— dijo que la quema de la bandera debería ser castigada con un año de prisión o con la pérdida de la ciudadanía. Pero, periodistas, políticos, historiadores y juristas, inmediatamente le recordaron que en dos ocasiones (1989 y 1990) la Suprema Corte de los Estados Unidos dictó sentencias en contra de la idea de criminalizar la quema de la bandera en manifestaciones antigubernamentales, porque ese acto, afirman, está protegido por la libertad de expresión. Y algo destacable hoy aquí entre nosotros, es que una histórica resolución de la Corte de Constitucionalidad, en calidad de Tribunal Extraordinario de Amparo, ha prevenido al presidente de la República para que ordene al Ministro de Gobernación y al Director General de la Policía Nacional, como funcionarios encargados de la seguridad pública, que respeten el ejercicio de los derechos de locomoción, libre emisión del pensamiento, reunión pacífica y de manifestación pública de cualquier grupo ciudadano; y les advierte que si no cumplen con exactitud lo resuelto por la Corte, de oficio ordenará su encausamiento y certificará lo conducente, sin perjuicio de dictar todas aquellas medidas que conduzcan a la inmediata ejecución de la resolución de amparo. Y lo bueno es que, hasta el momento, las autoridades han acatado las órdenes tonantes de la Corte, porque la desobediencia a sus resoluciones es punible.

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