PRESTO NON TROPPO

El día de los muertos

Alguien dijo que en estas tierras todos los días es día de los muertos. No es la perogrullada del continuo fallecimiento de seres humanos en todo el mundo, a razón de unos 150 mil diarios, como también nacen unos 370 mil diarios, según los reportes. Tampoco es la estadística que nos indica que la mitad de quienes mueren ya tiene 70 años de edad o más. Aparte, las principales causas son las cardiopatías, el cáncer, las enfermedades respiratorias y la diabetes.

No hablamos de eso. El día de los muertos es cuando vemos que una persona valiosa se va antes de tiempo, especialmente si hubo cercanía y afecto. Incluso cuando ya ha vivido, ya ha producido, ya ha aportado, nos duele su partida. Elmar Rojas, artista visual, nos dejó el 18 de febrero, a sus 76 años. Recuerdo su mirada y los pausados comentarios que hacía; poco antes de que muriera, participábamos en lo que sería su último tributo en vida. El bailarín y coreógrafo Richard Devaux tenía 74 años cuando falleció el pasado 5 de abril, figura imprescindible de un ballet guatemalteco que me impresionó desde chico. Margarita Carrera, escritora y pensadora decisiva, se fue el 31 de marzo, a sus 88; no olvidaré la línea que nos regaló para una obra conceptual con el Cuarteto Contemporáneo, “Escribir es tocar la vida con los dedos del alma…” Seres de luz que dieron tanto de sí y que, afortunadamente, tuvieron tiempo para hacerlo.

Menos fortuna hubo cuando perdimos al hermano músico Lenín Fernández, el 26 de febrero, todavía de 59 años, para quien no han alcanzado los homenajes póstumos. Otro tanto, con Víctor Hugo Valenzuela, pintor y maestro, el 1 de marzo, cuando contaba 65; pienso en los ratos que pasamos conversando sobre la enseñanza artística o… en una cancha deportiva viendo jugar a nuestros hijos. Menos dicha aún en el caso de Andrés Donate, quien dejó de existir el 19 marzo, con sólo 29 años. La cantidad de vivencias y charlas que compartimos con este joven músico es demasiado prolija para apuntar acá; me quedo con la memoria de un libro suyo que temporadas atrás me pidió comentar y presentar públicamente, en un acto revestido de sencillez y de honestidad.

Ahora, hace apenas un par de días, perdió la vida el violinista Survier Flores, con escasas cuatro décadas en este mundo, de las cuales había sabido aprovechar intensamente la mayoría a partir de su niñez. Gran músico, gran docente y, más que nada, gran persona y amigo, pocos tuvieron palabras para él cuando emigró a Europa y escapó de nuestra mezquindad local, allá por 1994; inclusive para algunos no era más que la frescura de un muchacho iluso. Qué bien supo Survier demostrar lo contrario. Su labor, en ambos lados del continente, es una evidencia irrefutable de su talento, de su generosidad, de su hombría de bien. Igual si hablamos del Concierto Doble de Brahms, con su hermano Juan Pablo, o en la versión que Desyatnikov hizo de las Estaciones Porteñas de Piazzolla, o en sus numerosas colaboraciones con artistas de las más diversas expresiones, para alegría de sus padres y su hermana, así como muchos alumnos a quienes ayudó desinteresadamente a abrirse camino y les pagaba estudios hasta… ¡hará unas cuantas semanas, en el último curso que ofreció en Guatemala! Claro, va sin decir que podríamos extendernos en comentar los millones de muertes no naturales que el ser humano le sigue causando a su propia especie, como día de muertos en cualquier día. Pero, al final, quienes permanecen impresos en nuestra memoria y en nuestros corazones son quienes nos marcan con su entrega, con su lucha, con su amor, porque han sabido vivir por las mejores causas. Tu legado, Survier, no se perderá.

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