CON NOMBRE PROPIO

El entierro de los libros rojos

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Un día en que regresaba de bicicletear encontré a mi mamá cavando un hoyo bajo la sombra del arbolón. Al fondo del patio estaba sembrado un eucalipto y junto a él crecían orejas de elefante, malas madres y unas pacayas venidas de Panimaché para que pudiéramos comer un par de tortillas al año con “la cosecha familiar”. En ese pequeño espacio mi mamá había hecho un entorno de follajes y de hierbas para cocinar y solo nos acercábamos de niños para jugar chiviricuarta.

Ver a mi mamá con pala en mano y un costal con una caja de misterioso contenido no era habitual, así que me asomé. “¿Y usted qué hace?”, pregunté picado por la curiosidad. “Están cateando y los soldados se llevan presos a quienes tienen libros con pasta roja”, respondió, y siguió con la tarea de enterrar lo prohibido. Habré tenido, si mucho, unos 12 años, no sabía qué era “catear”. Pero no salía del asombro: ¿llevarse presa a la gente por tener libros con pasta roja? Había unos 10 libros en el costal: la biografía de Sandino justo con la silueta del mártir dibujada, dos tomos de la Guerra y la Paz, de Tolstoi, y hasta un poemario de Neruda. Terminamos la faena y esperamos a que mi papá y hermanos regresaran a casa.

En la cena me picaba por sacar el tema a colación y así fue como mi papá supo del entierro de por lo menos una decena de sus libros. Fue a su librera a inspeccionar qué hacía falta y con su habitual sentido del humor le dijo a mi mamá: “Se te olvidaron todos estos” y señaló las enciclopedias Cumbre y Salvat. ¡Eran más de 20 tomos!

Mi papá aprovechó la ocasión para explicarnos que en Guatemala se tildaba a alguien de “comunista” o “guerrillero” por cualquier cosa. Gobernaba Lucas o Ríos Montt, así que podía esperarse cualquier estupidez, incluso que apresaran a alguien por tener un libro de pasta roja. Pero, en fin, mi mamá dormiría más tranquila con el entierro, pues bajo el eucalipto quedarían los libros por un tiempo. Eso sí, no se sembraría pacayas o hierbas sobre ellos.

No recuerdo cuántas veces entré al cuarto de estudio a mirar la gran estantería de mi papá, para encontrar un libro “peligroso”. Luego vino la adolescencia y supe que también había revistas prohibidas, pero esas las escondían mis hermanos en los lugares más increíbles y por otros motivos.

Se celebra la Feria Internacional del Libro (Filgua) y, más que un encuentro de la industria editorial, es una oportunidad para comprender los espacios ganados. La Feria del Libro era antes en el Parque Central y Manuel Colom fue uno de sus mayores precursores frente a la Alcaldía, aunque aquellas ferias estaban marcadas por el clima represivo y eran más modestas.

Los patojos del siglo 21 no tienen ningún problema para adquirir cualquier tipo de literatura, sin pedir permiso del poder. La palabra “Universidad” viene de “universal”, de ahí la importancia de comprender que es una tarea esencial conocer varias teorías y puntos de vista —siendo una decisión personal comulgar con alguna— y que la lectura sigue siendo acaso el único medio para desechar los prejuicios que se heredan muchas veces junto al equipo de fut.

La intolerancia y el abuso de poder le temen a la lectura, porque mientras más lectores existen, más libertad se exige y eso a nuestros gobernantes no les cae nada bien. Atrás dejamos los años en que el color de la tapa de un libro nos mandaba a las carceletas de Chupina. No podemos perder las libertades conquistadas, aunque existan funcionarios como Degenhart que quisieran regresarnos a los años 80.

@Alex_balsells

ESCRITO POR:

Alejandro Balsells Conde

Abogado y notario, egresado de la Universidad Rafael Landívar y catedrático de Derecho Constitucional en dicha casa de estudios. Ha sido consultor de entidades nacionales e internacionales, y ejerce el derecho.