LA BUENA NOTICIA

El éscaton

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Cuando yo estudiaba filosofía allá por 1970, uno de mis profesores decía que el problema del pensamiento cristiano contemporáneo es la “inmanentización del éscaton”.  Las palabras se me grabaron, aunque solo mucho tiempo después capté su significado y alcance.  “Éscaton” es una palabra griega.  En el vocabulario cristiano designa aquellas realidades definitivas que trascienden la historia humana: la resurrección de los muertos, el juicio divino, el cielo y la felicidad eterna con Dios o la condenación y el infierno.  La palabra “inmanentización” está emparentada con el término “inmanente”, que designa la dimensión mundana y temporal contrapuesta a la trascendencia.  Lo que aquel erudito profesor quería decir con esa rebuscada expresión es que muchos pensadores cristianos se han vuelto incapaces de concebir el “otro mundo” como una realidad consistente, real, y han trasladado a este mundo la esperanza de una vida plena y feliz.  En esa “inmanentización” incurren tanto las teologías evangélicas de la prosperidad, que ven en la fe cristiana el medio para alcanzar el bienestar material, como también las teologías católicas de la liberación, para las que la fe debe llevar al creyente a luchar por la autonomía y desarrollo de las poblaciones pobres del continente americano oprimidas por países poderosos y sus colaboradores locales, según dicen sus autores.

Tanto la prosperidad evangélica como la liberación católica son metas deseables. Es razonable que un creyente que ha encontrado sentido de vida en su fe procure también la prosperidad material para sí y para su familia. Uno debe esperar que un político con sentido de responsabilidad moral ante Dios o el ciudadano común actúen para lograr el desarrollo y la liberación de los más pobres de su país. Pero hacer de la prosperidad temporal o de la liberación social la meta del Evangelio y de la misión de Jesucristo equivale a trastocar su naturaleza y sus fines.

Cuando se habla de la secularización de la cultura contemporánea, se alude a esa forma de pensar que excluye a Dios y a la religión como factores determinantes del sentido de la vida y del mundo. Pero la secularización incluye también la supresión de toda meta y finalidad de la historia humana, la cancelación de toda perspectiva que no sea la estrictamente temporal, para definir como real lo que quepa dentro del horizonte de lo que los sentidos, el método científico y la técnica humana puedan percibir, conocer y transformar. Allí no tiene lugar el éscaton.

La cosmovisión cristiana tiene una perspectiva trascendente. Concibe el universo no como resultado de la casualidad, sino del designio amoroso de Dios. La humanidad no es un accidente evolutivo, sino que somos creaturas que Dios creó para amar y para compartir su vida y felicidad. A pesar del pecado y de las deslealtades humanas, el amor de Dios no se ha apagado. Al contrario, envió a su Hijo a este mundo para redimir el mal y abrir paso a la vida plena a través de la muerte. Este mundo presente es transitorio y caduco, pues la creación entera encontrará su plenitud en el mismo Dios. Los creyentes vivimos en este mundo con la certeza de alcanzar después de la muerte la felicidad definitiva en Dios. Como dice san Pablo: “Nosotros hemos puesto la esperanza, no en las cosas que se ven, sino en las que no se ven, pues las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas.” La veracidad de esta visión se muestra en que ha logrado que muchas personas creyentes vivan con alegría y saquen lo mejor de sí mismas para ser responsables, honestas y creativas para hacer el bien al prójimo y a la sociedad. Un engaño no produce nobleza y santidad.

mariomolinapalma@gmail.com

ESCRITO POR:

Mario Alberto Molina

Arzobispo de Los Altos, en Quetzaltenango. Es doctor en Sagrada Escritura por el Pontificio Instituto Bíblico. Fue docente y decano de la Facultad de Teología de la Universidad Rafael Landívar.

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