PERSISTENCIA

La autocrítica en los héroes homéricos

Margarita Carrera

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Me parece importante hacer notar que otra de las características de los héroes homéricos, dentro de su noble concepción humanística, es la autocrítica que ejercen como “areté”.

Así, por ejemplo, Agamenón, quien ha sido el causante de la cólera de Aquileo, oye con reverencia las siguientes sabias palabras del anciano Néstor: en primer término, este le recuerda que, por ser rey de hombres no ha de limitarse únicamente a mandar y exponer su opinión, sino, asimismo, ha de oír la opinión de los demás “(…) Y aún llevarla a cumplimiento cuando cualquiera, siguiendo los impulsos de su ánimo, proponga algo bueno (…)”; en segundo término, le dice del error (=exceso) en que ha caído al arrebatarle a Aquileo su esclava Briseida, con lo cual provocó la temible cólera del Pelida.

Todo ello es escuchado humildemente por Agamenón, quien reconoce de inmediato sus faltas: “No has mentido, anciano, al enumerar mis faltas. Procedí mal, no lo niego (…). Mas, ya que le falté, dejándome llevar por la funesta pasión, quiero aplacarle (la cólera a Aquileo) (…)” ofreciéndole múltiples presentes, juntamente con Briseida, que le arrebató, asegurándole que jamás se unió a ella, “como es costumbre entre hombres y mujeres (…)”.

También Héctor, como Néstor a Agamenón, increpa a su hermano Paris, raptor de Helena, con crueles palabras: “¡Miserable París, el de más hermosa figura, mujeriego, seductor! Ojalá no te contaras en el número de los nacidos o hubieses muerto célibe. Yo así lo quisiera, y te valdría más que ser la vergüenza y el oprobio de los tuyos (…)”.

A lo cual responde Paris con sincera humildad: “¡Héctor! Con justo motivo me increpas, y no más de lo justo (…)”. Sin embargo reconoce que su belleza física es un don de los dioses, y no despreciable, por cierto; pero, además, él no tiene ninguna culpa en ser bello, pues son los dioses los que imparten los diversos dones a los hombres.

Tampoco tiene Paris culpa alguna al no dejarse matar por su rival Menelao —esposo de Helena—, pues en el momento en que este le va a quitar la vida, interviene la diosa del amor, Afrodita, quien envuelve a Paris en “densa niebla” y lo lleva directo “al oloroso y perfumado tálamo”, a fin de que se reuniera con su amada. Sin embargo, Helena, enfurecida en contra de Paris, increpa a la diosa, diciéndole que no irá al tálamo, pues no desea compartir el lecho con Paris. A lo cual, Afrodita, airada, la obliga a obedecerle, amenazándola con desampararla. El instinto erótico triunfa en contra de la razón y la vergüenza de Helena.

Y hasta el soberbio Aquileo es capaz de reconocer que su cólera en contra del cadáver de Héctor ha de cesar, al escuchar, con compasión, las palabras del anciano rey Príamo, padre del héroe troyano. Para lograr tal compasión, Príamo ha recurrido a una ley psíquica que se cumple de manera inexorable: le ha recordado a Aquileo a su amado padre y con ello le ha devuelto el corazón y la razón: “Acuérdate de tu padre, Aquileo, semejante a los dioses, que tiene la misma edad que yo y ha llegado al funesto umbral de la vejez. Quizá los vecinos circundantes le oprimen y no hay quien le salve del infortunio y de la ruina; pero, al menos, aquel sabiendo que tú vives, se alegra en su corazón y espera de día en día que ha de ver a su hijo, llegando de Troya (…)”.

La ley psíquica se cumple y Aquileo, al recordar a su amado Padre, lo ve retratado en Príamo. Se deja llevar, entonces, por su corazón: “A Aquileo le vino deseo de llorar por su padre; y asiendo de la mano a Príamo, apartole suavemente. Entregados uno y otro a los recuerdos (…)”.

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