TIEMPO Y DESTINO

La libertad de expresión y los sentimientos religiosos

Luis Morales Chúa

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En tiempos medievales, antes y después, en Europa (no solo en España) las personas denunciadas por no ser católicas o de incurrir en actos contrarios a los principios de la Iglesia eran detenidas, procesadas, torturadas y en miles de casos ejecutadas públicamente para que la pena de muerte sirviera de disuasivo a la población y todos temieran discrepar hasta en lo más mínimo de los sentimientos, los dogmas y disposiciones de la autoridad eclesiástica. Bastaba la denuncia de un vecino para que el presunto hereje —persona que tiene opiniones o actitudes contrarias a la Iglesia católica— fuera detenido, procesado, torturado y quemado.

Esa forma de administrar justicia llegó a América con los conquistadores, quienes procedieron, entre otras cosas, a organizar grupos de delatores oficiales, tal el nombre que se les daba y bastaba un comentario inocente para desencadenar el proceso y la ejecución como, según algunos historiadores cuentan, ocurrió a uno que dijo a un amigo que Dios no le podía hacer más mal ni darle mayores penas en esta vida que la reciente muerte de su esposa.

Además, fue impuesta una política encaminada a destruir la cultura y la visión cosmogónica de los pueblos indígenas, que incluyó la quema de ídolos y documentos mayas.

Así principia a tomar vida en la América colonizada el choque permanente entre la libertad de expresión y la intolerancia de los poderes políticos y religiosos; intolerancia que sobrevive, con distintos matices, hasta nuestros días (ya no de parte de la Iglesia), con variadas diferencias. Una es que los delatores oficiales han sido sustituidos en muchos casos por particulares que se arrogan el derecho de hacer denuncias en nombre de la Iglesia o de los católicos, aunque ni la Iglesia ni nadie los autorice. Así que, para poner coto a los cazadores de brujas y herejes, el poder político comenzó a emitir leyes que establecen el derecho a defenderse de los modernos inquisidores. Y para ello creó los delitos contra la libertad de cultos y los sentimientos religiosos legalmente tutelados.

“Quien interrumpa la celebración de una ceremonia religiosa o ejecute actos en menosprecio o con ofensa del culto o de los objetos destinados al mismo, será sancionado con prisión de un mes a un año”, dispone el artículo 224 de nuestro Código Penal.

La jurisprudencia determina que para que ese delito se configure es necesario que entre sus elementos esenciales estén los siguientes: a) que sea perpetrado en el interior del templo o de otros lugares destinados al culto; b) que interrumpa una ceremonia religiosa; c) que el acusado incurra en profanación, consistente en dañar objetos destinados al culto o hacer mal uso de ellos (acción distinta a la profanación de tumbas), y d) que exista la intención de ofender los sentimientos religiosos de los allí presentes.

Este análisis de los elementos típicos del delito puede ser útil para ver si se integran en el comportamiento de las mujeres de la “procesión de la poderosa vulva” y si son aplicables, además, al Procurador de los Derechos Humanos que estuvo, con intención o sin ella, entre las manifestantes, en una vía pública, y no en el interior de la catedral.

“Típico”, es un término jurídico relativo a la “tipicidad”, es decir, la descripción hecha por el legislador de una conducta subsumible en un tipo legal; y hay sentencias judiciales en las que ha prevalecido la libertad de expresión sobre los intentos de restringir la libertad de emisión del pensamiento, como sucede con mucha frecuencia en Guatemala. Ya veremos.

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