FAMILIAS EN PAZ

¿Libertad o libertinaje?

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Todos la tenemos por ser algo intrínseco de nuestra existencia; la libertad o dominio sobre nuestros propios actos teniendo en última instancia el poder o no de realizarlos. Agustín de Hipona daba esta sentencia “Ninguna cosa está tan en nuestro poder como la voluntad misma”. Llamémosle entonces libre albedrío.

Sin embargo, hay algo que se nos olvida: que su ejercicio tiene límites. La libertad absoluta es una paradoja, esclaviza y termina siendo dañina para quien quiera ejercerla sin límites. Imagine que pueda hacer todo cuanto le plazca sin medir o asumir las consecuencias de sus actos, estaríamos dañándonos a nosotros mismos y a los demás. No sería entonces libertad, sino libertinaje.

La verdadera libertad no es indiferente a lo bueno o malo que pueda provocar hacia sí mismo o a los demás, no busca hacernos apáticos ante las consecuencias, más bien busca hacernos responsables de ellas. La libertad tiene su origen y fundamento en Dios como ser supremo. Sus leyes están inscritas en nuestro corazón, en nuestra conciencia, para ser capaces de discernir y elegir. Esta ley moral busca la perfección y plenitud del ser humano.

Todo hombre tiene la capacidad de elección, cualidad que nos diferencia de los animales. Tenemos la posibilidad de dominar nuestros instintos, haciéndonos capaces de mover nuestra voluntad hacia un bien superior, un bien común. La verdadera libertad se convierte entonces en la mayor conquista del ser humano: en dominarse a sí mismo mediante el sometimiento voluntario a la ley divina. Solo cuando el hombre conoce la verdad de Dios en Cristo es que se sabe verdaderamente libre, siendo el máximo privilegio de todo ser humano. Y no se trata de elecciones sin trascendencia como el comer, beber o vestir, sino que todas sus intenciones y acciones sean guiadas por un fin superior: la de actuar sobre la base del amor de Dios.

Quien determina voluntariamente amarle por sobre todas las cosas podrá comprobar que su decisión trasciende hacia los demás. A diario se nos presentan situaciones en las cuales podremos transformar la existencia de otros: por ejemplo, el amor mostrado a nuestro cónyuge, hijos o cualquier ser humano con quienes tengamos relación tiene la capacidad de ayudarlo a ser libre, motivándolo a vivir en la verdadera libertad.

Pero si nuestra elección es el libertinaje, buscando hacer lo que nos plazca sin considerar al semejante, nuestro actuar estaría basado en la búsqueda de satisfacción momentánea, en un instinto natural, animal, derivada de una voluntad egoísta, centrada en nuestro propio ser, decisión que nos convierte en esclavos de nuestra propia libertad. Nuestra vida quedará insatisfecha, condición que no depende de factores externos desfavorables, sino de nuestro interior que no ha encontrado la verdadera libertad. Siendo así, no habrá nada material o placer que pueda llenar ese vacío.

Ante ello, ningún ser humano puede presentarse como víctima de las circunstancias, porque somos el resultado de nuestras propias decisiones. Cuanto más dependa nuestra libertad de las circunstancias, se hace más evidente que no somos verdaderamente libres. David Lloyd George dijo: “La libertad no es simplemente un privilegio que se otorga; es un hábito que ha de adquirirse”. Nadie puede tener plenitud en su vida sin experimentar la verdadera libertad. Alcanzarla implica la renuncia voluntaria a sus instintos y la entrega total a experimentar el amor de Dios.

Comprendemos entonces la sentencia de Jesús “y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres”. Él mismo es esa verdad.

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